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ÓSCAR B. DE OTÁLORA
Domingo, 28 de marzo 2010, 13:00
«La onda expansiva me arrancó el casco. Llevaba el chaleco antibalas, pero no sé si me sirvió de algo. Noté una opresión en el cuerpo y un calor tremendo, como si estuviese ardiendo. Lo peor fue la sensación de ahogo. Fue como cuando abrazo a mi hijo. Algo muy fuerte que te rodea y te aprieta. Un abrazo a lo bestia. Después, vi que mis compañeros movían los labios y me hablaban, pero no podía escucharles. Me palpaba la cara pensando que encontraría sangre, pero estaba limpia. Sí me costaba respirar. Cuando me tumbaron y me quitaron el chaleco antibalas, sentí que por fin me entraba aire en los pulmones. El dolor desapareció enseguida. No tenía ninguna herida. Ni siquiera un rasguño. Parece que no ha sido nada, pensé».
Ahí empezó todo. Manu es un ex ertzaina de 46 años y una víctima más de ETA. El 17 de abril de 2008 se encontraba frente a la sede del PSE en el barrio de La Peña, en Bilbao. Eran las seis de la mañana. Un miembro del comando Vizcaya había anunciado que a esa hora explotaría una maleta bomba encadenada a la verja que cerraba la casa del pueblo Tomás Meabe. Sesenta minutos antes, a las cinco, una patrulla ya había detectado el objeto sospechoso e iniciado la evacuación de todos los vecinos. Un trabajo bajo presión.
Manu fue uno de los primeros agentes en llegar. La explosión le sorprendió parapetado tras la esquina de un cajero automático. Se fue a casa con una molestia en el oído. Dos días después, el zumbido era ensordecedor. Los médicos le diagnosticaron un problema en el tímpano. Cuando él insistió en que se encontraba mal, le insinuaron que sufría una dolencia psiquiátrica. Volvió a insistir. Entonces le hablaron de un mal congénito. Cuando por fin le hicieron caso, le detectaron una lesión cerebral. Si no se operaba -en una cirugía a vida o muerte-, estaba sentenciado a fallecer en cuatro o cinco años, con el riesgo de que en ese tiempo podía sufrir una muerte súbita.
La onda expansiva le había causado lesiones irreversibles. Vivía con una bomba en la cabeza. Le intervinieron y tuvo mala suerte. Perdió temporalmente el habla, la movilidad y la visión de un ojo. Ahora se ha recuperado, pero tiene una incapacidad total permanente que le ha obligado a abandonar la Ertzaintza. «Y ser policía era mi sueño, ¿sabe? Yo soy un ertzaina vocacional. Me han destrozado la vida».
De la noche de la bomba, Manu recuerda que un subinspector le envió a examinar el artefacto y a comprobar que no había ningún otro paquete sospechoso en los alrededores que pudiese ocultar una trampa. «La verdad es que fue un mal trago, pero alguien tenía que hacerlo», asegura. En la maleta, los terroristas habían dejado un cartel evidente: «Peligro bomba». La evacuación de la calle se decidió al instante.
Por medio de altavoces comenzaron a pedir a los vecinos que abandonasen sus casas. Sin embargo, los 'walkie talkies' de los policías fallaron de tal forma que, cuando la banda anunció que el artefacto estallaría a las seis, muchos ertzainas no se enteraron. A las seis menos cinco, una mujer se acercó a Manu. «Me dijo que en un piso encima de la sede había una anciana sorda que seguro no habría oído las advertencias. Tuvimos que subir a por ella y conseguimos ponerla a salvo. Yo me quedé en una esquina. Allí me pilló la explosión».
«Crac, crac, crac...»
Manu debía haber abandonado su turno a las seis de la mañana, pero ese día se quedó a trabajar hasta las once entre las ruinas de La Peña. Las molestias causadas por la onda expansiva habían desaparecido. Fue a casa, durmió y volvió a patrullar. Le dijeron que se pasase por el hospital de Cruces y allí le detectaron pequeñas hemorragias en la nariz y en el oído izquierdo. Era viernes. El sábado siguió patrullando, pero ya no oía bien. «Tenía una sensación como cuando cruzas un puerto de montaña con el coche». Por la noche, un zumbido se alojó en su oído. «Le dije a mi mujer que se acercase. Ella podía también escucharlo. Era un 'crac, crac, crac' constante».
Fue a la mutua contratada por el Departamento de Interior y le dijeron que no se preocupase. El ruido iba en aumento. «No me podía concentrar. Convivir con aquel sonido era insoportable. Volví a la mutua y me pusieron con un psiquiatra. Me recetó ansiolíticos y antidepresivos, y me mandó a patrullar. Yo no entendía cómo, en ese estado, me podían dejar en la calle con un arma», se asusta ahora al recordarlo. Cogió otra baja. «Por primera vez en mi vida estaba siendo agresivo. Conmigo mismo y con mis compañeros. Comencé a sentir vergüenza porque me trataban como a un carota que no quería ir a trabajar. Y yo en mi vida había cogido una baja. Me sentía culpable».
En abril, dos meses y medio después del atentado, le practicaron una resonancia y un otorrino revisó los resultados. Le diagnosticaron dos lesiones: una de oído y otra cerebral. Pero le comunicaron que se trataba de un problema congénito. Nadie lo relacionó con la explosión. Le mandaron de nuevo a trabajar. Para entonces, el sonido que palpitaba en su cabeza era ya insoportable. Muchos ertzainas se acercaban a escucharlo porque no se lo podían creer. «En la mutua me trataban como a un jeta que se quería escaquear. Y el jefe de mi comisaría ni siquiera me llamó en todo ese tiempo. Me sentía abandonado y en un infierno». En Erne, su sindicato, comenzaron a alarmarse. Le apoyaron para que tomase más medidas sobre su caso.
Manu pidió entonces la baja en Osakidetza. Los médicos de la Sanidad vasca comenzaron a estudiar su caso. Un cirujano vascular ordenó más pruebas. Los análisis revelaron entonces una lesión cerebral muy extendida a la altura del oído izquierdo. El facultativo le explicó que aquella herida interna sólo podía tener dos orígenes: un consumo compulsivo de cocaína o un traumatismo brutal. «¿Me está diciendo que yo soy drogadicto?», le preguntó al doctor. Le practicaron análisis y descartaron los estupefacientes. Vinieron más análisis. La explosión.
El diagnóstico final fue demoledor. «A menos que me operase, moriría en cuatro o cinco años. Y en ese tiempo siempre tendría el riesgo de una muerte repentina. Si la lesión cerebral provocaba un derrame, me advirtieron de que fallecería en dos minutos. La única forma de intentar salvarme la vida era una intervención y las posibilidades de que una complicación duranta le operación me causase daños irreversibles eran muy altas», explica.
Entró al quirófano en diciembre de 2008. Tras cuatro horas de intervención, parecía que todo había ido bien. Pero al día siguiente sufrió un derrame cerebral provocado por un coágulo. Perdió el habla, la visión de un ojo y la movilidad. Cuando habla del infierno que vivió su familia esos días, las lágrimas se agolpan en sus ojos. Unas Navidades horribles. «Mi jefe ni siquiera me llamó. Y yo no sabía qué hacer. Tuve la suerte de que mis compañeros me ayudaron y el médico se volcó en mi caso», relata.
En marzo de 2009 comenzó a recuperarse. Para entonces ya le habían reconocido como víctima del terrorismo. Le concedieron la incapacidad total permanente. Tuvo que dejar la Ertzaintza. «Yo tenía asumido que los ertzainas éramos objetivo de ETA, pero nunca hubiera pensado que una bomba me destrozaría la vida de esta forma tan absurda», se emociona.
La promoción del halcón
En la Academia de Arkaute, cada promoción se identifica con un ave cuya imagen engalana el gallardete que exhiben los ertzainas en los desfiles del centro de estudios. La primera promoción era la abubilla. La 21, que acaba de terminar la fase de estudios, es el pechiazul. La promoción de Manu tenía como símbolo el halcón.
«Ser ertzaina era todo lo que yo tenía en la vida. El sindicato consiguió que yo no quedase mal económicamente, pero eso no es lo importante. Echo en falta ir a patrullar, estar con los compañeros. A veces sueño que estoy en la comisaría y que voy a la taquilla a ponerme el uniforme. Han sido 24 años de ertzaina, la mitad de mi vida». Manu se emociona en las comidas con otros agentes. Cuentan historias de policías, detallan detenciones absurdas e incidentes increíbles en los que el azar evita desenlaces violentos.
Ahora, retirado, Manu sólo tiene un sueño. «Mi historia es la del despliegue de la Ertzaintza. He ido abriendo comisarías por todo Euskadi. La última, la de Bilbao en 1996. En la entrada de la base hay una foto de todos los compañeros que abrimos el puesto. Mi sueño es tener una copia para recordarles. Éramos la promoción de halcón. Eso es todo lo que me queda». El resto se lo llevó la explosión.
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