Borrar
Alfredo de Miguel. :: I. ONANDIA
Círculos de corrupción
POLÍTICA

Círculos de corrupción

Quien «mete la mano en el cajón» no es un cleptómano, sino una persona confiada en el poder delegado que ejerce y en la complicidad con las estructuras del partido

KEPA AULESTIA

Sábado, 20 de marzo 2010, 04:28

La obligada dimisión del diputado foral alavés Alfredo de Miguel tras verse implicado en presuntos delitos de cohecho, blanqueo de capitales y tráfico de influencias junto a otras siete personas -algunas de ellas significadas también por su pertenencia al PNV- constituye una respuesta excepcional si la comparamos con la inmensa mayoría de los casos de corrupción comisionista, ante los que los cargos públicos imputados y sus respectivos partidos tienden a escudarse en la presunción de inocencia para eludir cualquier tipo de responsabilidad política. El diputado general, Xabier Agirre, y el PNV no necesitaron conocer el contenido de ninguna resolución judicial para concluir que la prudencia aconsejaba distanciarse de los detenidos. Una reacción más pronta que la que ese mismo partido mostró ante el escándalo de la Hacienda de Irún o ante los problemas de Jon Jáuregui con el fisco guipuzcoano. Como si, con el paso del tiempo, la responsabilidad política empezase a hacerse compatible con la presunción de inocencia, siquiera por precaución.

Algo semejante ocurrió con la llamada 'operación Pretoria', cuando el PSC y CiU optaron por lavarse las manos tras la detención del alcalde socialista de Santa Coloma y dos ex dirigentes convergentes. Se trata de un patrón de respuesta nuevo, sin duda vinculado a la constatación de que hay partidos más propensos a sufrir las consecuencias electorales de la corrupción. Y no sería aventurado suponer que, actualmente, el PNV es uno de ellos. Lo ocurrido en Guipúzcoa así lo indicaría. El malestar hierve en los partidos cuando descubren que algunos de los suyos se han podido lucrar ilícitamente gracias a la confianza depositada en ellos. Pero, como ocurriera en el 'caso Pretoria', también los jeltzales han tenido el cuidado de atenuar su indignación y su pesar con gestos de cautelosa indulgencia hacia los encausados.

La indignación tuvo una expresión muy elocuente en las palabras del diputado general de izcaya, José Luis Bilbao, cuando dijo que «si alguien mete o intenta meter la mano al cajón, hay que cerrar el cajón con la mano dentro». Una vez descubierto, el comisionista aparece como una mezcla de infiltrado y de traidor, de trepa ajeno a la autenticidad del partido, de ser extraño a la insobornable honestidad de los demás integrantes de la formación. Es el caso de Roldán ahora en libertad, del propio Correa y de los hermanos Bravo en el PNV. Los que hasta ayer eran de los nuestros nunca lo fueron en realidad. Pero antes de proceder a su expulsión moral, el partido mantiene alguna resistencia a admitir que sean ciertas las acusaciones o que los hechos revistan tanta gravedad.

Es el reflejo de una mala conciencia acallada por parte de quienes en su fuero interno saben que los casos de corrupción no son efecto de una falla en el sistema partidario, sino consecuencia de los excesos del propio sistema. Porque hay otra corrupción política que no está tipificada como tal, por la que el partido tiende a apropiarse al máximo de las áreas de influencia que dependen del poder institucional que ostenta. Algo que se refleja especialmente en el largo listado de afiliados previos o sobrevenidos, incluso de leales a una determinada familia partidaria, que nutren con su talento un número siempre creciente de puestos de designación, hasta desparramarse por el conjunto de la administración de que se trate. Aunque la adscripción ideológica y partidaria es privativa del ciudadano, podríamos desplegar el organigrama de la Diputación de Vizcaya y de las sociedades creadas a su alrededor para cerciorarnos hasta dónde alcanza la partitocratización de la función pública foral. Hace poco, un ex consejero socialista de Sanidad, José Manuel Freire, advirtió de que «no se puede elegir al director de un hospital por su carné político». Pero esto es algo tan generalizado en el conjunto de las administraciones que la ciudadanía, y los propios funcionarios, acaban asumiendo con naturalidad que hay una extensa 'ciudad prohibida' a los no afiliados. Es esa la ciudad a la que acuden los corruptores.

La corrupción que resaltan con mayúsculas las primeras páginas de los periódicos, y a la que las televisiones añaden imágenes inculpatorias por sí mismas, es una derivada de esa corrupción con minúsculas. Quien se atreve a «meter la mano en el cajón» no es precisamente un cleptómano temerario. Más bien se trata de una persona confiada en el poder delegado que ejerce, en la complicidad que mantiene con las estructuras del partido, incluso en la dependencia que éste puede sentir respecto a su buen hacer, a su carisma electoral o a sus habilidades de conseguidor.

La corrupción con mayúsculas es el reflejo de una enajenación política de fondo, que llega a creer que el poder es eterno y que sus actividades están aseguradas por la impunidad, por la imposibilidad práctica de que el partido sospeche, y por la dificultad que la Justicia encontraría a la hora de buscar pruebas. Antes de que el corrupto se atreva a exigir comisiones a cambio de contratos o licencias tiene que sentirse poderoso como parte activa y protegida de la expansión sin límites del círculo de influencias del partido/institución.

Publicidad

Publicidad

Publicidad

Publicidad

Esta funcionalidad es exclusiva para suscriptores.

Reporta un error en esta noticia

* Campos obligatorios

elcorreo Círculos de corrupción