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SUPERVIVIENTE. Luis Iriondo pasea sus recuerdos del fatídico día por la villa foral. / MAIKA SALGUERO
Una alegre villa de retaguardia
70 aniversario del bombardeo de gernika

Una alegre villa de retaguardia

Los vecinos de Gernika gozaban de un alto nivel de vida antes del bombardeo, gracias a su pujante industria

JUAN PABLO MARTÍN

Jueves, 26 de abril 2007, 10:46

El 27 de abril de 1937, salió de Gernika de madrugada en un taxi junto a su madre y dos de sus hermanos. Vio cómo los bomberos, llegados desde diferentes localidades vizcaínas, no podían hacer nada contra el fuego que asolaba la ciudad, porque las bombas habían destruido todas las cañerías y no había agua.

Luis Iriondo recuerda ahora que entonces era sólo un adolescente de 14 años. Con «el miedo en el cuerpo» y el horror incrustado en la retina, dejó la villa foral en dirección a Bilbao. Su familia, que regentaba un negocio de carbonería y otro de muebles, lo perdió «todo» en pocas horas; las que la Legión Cóndor invirtió en reducir a escombros el municipio.

Hasta el fatídico día del bombardeo, Gernika había sido un «alegre» pueblo de retaguardia. El frente se encontraba entre Markina y Ondarroa y la vida en la villa foral se desarrollaba con «bastante normalidad», relata Iriondo, que actualmente dedica gran parte de su tiempo libre a recuperar la memoria de lo que fue aquel «triste» y «terrible» día. Una sola jornada que truncó el devenir «orgulloso» y pujante de una villa próspera, centro urbano de una comarca con una presencia industrial importante.

Destacaban las fábricas cuberteras, de herramienta y, sobre todo, de armamento. El despegue de este sector tuvo lugar hacia el año 1917. Se avecinaban los felices años 20. En 1921, España se enzarzó en la guerra del Rif, en Marruecos. «En Gernika se fabricaron muchos de los proyectiles que se lanzaron en este conflicto», recuerda el historiador local José Ángel Etxaniz.

Nudo de comunicaciones

La villa foral era, además, un nudo de comunicaciones en el que confluían seis carreteras que, entre otros puntos estratégicos, unían los puertos de Bermeo y Lekeitio con Bilbao, y una línea férrea hasta Amorebieta. Tenía 5.630 habitantes, que «vivían de las fábricas, un potente comercio y hostelería, y la agricultura», recuerda Iriondo.

Pero la Guerra Civil empezó a cambiar las cosas. El instituto, que permaneció abierto tres años, se cerró en 1936 para pasar a ser un cuartel ocupado por una docena de soldados, por lo que los jóvenes de la localidad tenían todo el día para estar con sus amigos o ayudar en casa. «Aunque los de mi edad no hacíamos mucho caso a la política, también pude contemplar alguna carga de la Guardia de Asalto, en algún acto que se celebraba en la Casa de Juntas», rememora este superviviente del bombardeo.

«En las calles había mucha vida», prosigue. La condición de pueblo de retaguardia propició la llegada de 1.200 refugiados guipuzcoanos a Gernika. A la larga se convirtieron en un soporte importante para la industria, tras la marcha de los jóvenes al frente. «No se pasaban muchas estrecheces en cuestión de abastecimiento. En los caseríos siempre se podía encontrar comida a cambio de dinero, porque nos conocíamos todos», señala.

Como en la actualidad, los lunes era el día del mercado. Un punto de reunión para los vecinos de toda la comarca. Los productores llegaban con sus carretas para vender su género. «Duraba toda la jornada y había partidos de pelota y baile en la plaza, igual que los domingos. Había mucha animación».

Poco antes del bombardeo, Iriondo entró a trabajar de pinche en el Banco de Bilbao. En la tarde de la masacre, el joven aprendiz estaba en la sucursal. «Sonaron las campanas de alarma, pero no le di importancia, porque ya llevábamos cerca de nueves meses de guerra y los aviones pasaban todos los días», apuntó. Su compañero le pidió que le acompañara a un refugio. «Lo hice de mala gana», rememora.

Cuando apenas llevaban recorridos unos cien metros, cayeron los primeras bombas. Corrieron a guarecerse. Iriondo se quedó a la entrada del búnker. «Oía el ruido de los motores de los aviones y las detonaciones, pero los sacos de arena no me dejaban ver lo que sucedía». Con todo, empezó a rezar.

Fueron cerca de tres horas. Cuando salió, todo ardía. Echó a correr en dirección al cercano Lumo. «Pasé el resto de la tarde viendo cómo se quemaba el pueblo», recuerda. La villa alegre rebosaba de muerte y angustia.

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