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ANJE RIBERA
Domingo, 19 de enero 2014, 16:13
Aunque sólo sea desde la distancia, por todos es conocida la firmeza del carácter japonés y la importancia que concede al honor. Basta citar el harakiri para que quede claro de qué hablamos. Ese sentimiento inculcado a los hijos del sol naciente desde antes de despegarse del pecho de la madre les acompaña a lo largo de su existencia, corta en los casos de la aplicación estricta del bushido y la vía que este código abre para limpiar la dignidad mediante el suicidio ritual.
Los protagonistas de esta historia no acabaron con su vida bueno en algunos casos sí como podrá leerse más adelante, pero siempre respetaron las siete virtudes del bushido hasta su último extremo, sobre todo el meiyo (honor) y el chuu (lealtad). Nos referimos a los soldados nipones de la Segunda Guerra Mundial que hicieron una interpretación exacerbada de su deber y se negaron a rendirse ante el enemigo una vez finalizada la contienda tras las masacres que las bombas atómicas Little boy y Fat man causaron sobre Hiroshima y Nagasaki, respectivamente.
Los zan-ryu-scha una traducción más o menos ortodoxa de este término podría ser los soldados dejados atrás continuaron su lucha amparados en el miedo al deshonor que para el bushido causa la rendición o porque, simplemente, fueron desconocedores de que la guerra había finalizado. Muchos de ellos permanecieron décadas escondidos en las selvas tropicales. Ni siquiera los intentos de su Gobierno postbélico lograron atraerlos a la patria. Su simbiosis con la naturaleza impidió que fueran descubiertos ni por estadounidenses ni por los propios compatriotas enviados para tal efecto.
El escenario de su tenacidad fueron varias islas del océano Pacífico como Guam, Lubang, Mindoro, Nueva Guinea... conquistadas o reconquistadas paulatinamente entre 1944 y 1945 por las tropas norteamericanas tras su entrada en la contienda como respuesta al ataque japonés a la base naval de Pearl Harbor. La superioridad militar de las fuerzas dirigidas por Dwight David Ike Eisenhower provocó miles de bajas entre las filas del emperador Hirohito en cada nuevo feudo ganado, pero eso no sirvió para derrumbar la moral de sus súbditos uniformados.
Fundirse con la junglaEn cada uno de los territorios que perdían se quedaba un grupo de soldados que tomaba la determinación de fundirse con la jungla para evitar la afrenta de ser hechos prisioneros. La muerte siempre era mejor opción que la derrota. Eran hombres muy duros, acostumbrados a privaciones durante toda la guerra y capaces de seguir acumulando sufrimiento.
Es el caso, por ejemplo, de los cabos Masashi Ito y Bunzo Minagawa, que decidieron desaparecer en la pequeña y selvática isla de Guam, en el archipiélago de las Marianas, cuando las botas de los marines americanos pisaron sus playas el 21 de julio de 1944. 22.000 compañeros cayeron en la batalla, pero los dos protagonistas de esta historia tomaron la determinación de perderse en lo más tupido de la masa arbórea para intentar seguir luchando por su cuenta.
A sus 24 años, su férrea determinación y su sentido del honor les permitió sobrevivir en un biotipo natural totalmente salvaje y agresivo con el ser humano. Inicialmente formaban parte de un grupo compuesto por un centenar de compatriotas fugitivos, pero finalmente decidieron separarse porque consideraban que sus compañeros eran poco disciplinados y que su relajo les haría caer pronto prisioneros de los estadounidenses.
Pertrechados únicamente con sus katanas, un espejo, unos guantes y su uniforme, se autoimpusieron el silencio absoluto para no ser detectados en su combate con la naturaleza. Para alimentarse comenzaron por robar pollos en aldeas. Se los comían crudos ante el temor de que cualquier hoguera les delatara. Luego ampliaron su seguridad y optaron por evitar cualquier contacto con los aborígenes. Por ello, pasaron a alimentarse de serpientes, lagartijas, cangrejos, langostas, cocos, frutos del árbol del pan y brotes de bambú.
Sus sentidos se agudizaron y adquirieron características animales, hasta el punto de que olían a los militares americanos a cientos de metros de distancia. Ello les permitió eludir siempre las patrullas del enemigo. También borraban sus huellas con una escoba hecha con ramas. Nunca dejaban una prueba de su presencia. Las pocas palabras que intercambiaban eran susurros.
Con el tiempo acrecentaron sus útiles con materiales que dejaba abandonados el enemigo. Fabricaron puñales, hachas, cacerolas, sartenes cortadas de viejos tambores de combustible, agujas o anzuelos recortados. Incluso localizaron armas perdidas por los americanos. Sólo las utilizaban para cazar las noches con truenos, para amortiguar el sonido de los disparos. Estos avances facilitaron su existencia, pero no sirvieron para luchar contra su mayor contrincante, los insectos. Sus constantes picaduras hacían que sus rostros y cabezas estuvieran permanentemente hinchados. Cerca estuvieron de morir víctimas de la sangría que provocaban los innumerables bichos de la jungla. La única medicina a la que podían recurrir era la natural, a las hierbas que les ofrecía la naturaleza.
La suma precaución no evitó que en 1952 fueran descubiertos por huellas y marcas en los árboles. Los ocupantes norteamericanos lo notificaron al Gobierno japonés, que envío a un teniente coronel para localizar a, entre otros, Ito y Minagawa. Pero éstos creían que los folletos bombardeados para conminarles a que se entregaran encerraban una trampa rival.
Sin embargo, la duda ya había penetrado en sus mentes y decidieron seguir una de las recomendaciones de los pasquines. Con un cuchillo grabaron en un árbol sus ideogramas de familia para que fueran descubiertos por los enemigos. Y así fue. Los americanos enviaron fotografías de estas señales al Ministerio del Interior de Tokio y éste contactó con el padre de Masashi Ito. El anciano escribió una desesperada carta a su hijo que fue depositada en el mismo lugar en el que los evadidos escribieron sus ideogramas. Nuestros protagonistas nunca la leyeron.
¿Por qué? Simplemente porque justo por aquella fecha habían tenido acceso a un periódico japonés también bombardeado en la selva. En él leyeron una breve noticia que informaba que el precio de las tortas de habas se había fijado en diez yenes. ¡Sólo podía tratarse de un torpe error de la trampa norteamericana!, ya que sus sueldos de cabo ascendían a veinte yenes por mes. ¿Cómo era posible que deseasen hacerles creer que un pan costara 10? Ellos, claro, eran desconocedores de la enorme inflación japonesa de posguerra.
Por ello, sin esperar la respuesta de sus familiares, se introdujeron aún más profundamente en la jungla. No se supo de nuevo de ellos hasta que en 1960 dos pescadores que iban a revisar unas trampas para cangrejos vieron con sorpresa a un hombre vestido sólo con un taparrabos y los cabellos largos y enmarañados.
Inicialmente trató de huir, pero finalmente fue capturado y entregado a las autoridades norteamericanas. Era Minagawa.
Ito se presentó voluntariamente algunas jornadas más tarde al ver que su compañero no regresaba y consciente de que sólo no podría sobrevivir. Ambos zan-ryu-scha fueron revisados por médicos estadounidenses para comprobar su estado de salud. Aunque durante los primeros días se negaron a alimentarse y a beber, convencidos de que serían ejecutados, se comprobó que, increíblemente, estaban fuertes y que sus dientes y cabellos se encontraban en buen estado.
Convencerles de que la guerra había acabado no fue fácil. Incluso intentaron suicidarse cortándose las venas con los muelles de las camas. Como prueba se estableció una llamada telefónica con la hermana de Minagawa, pero tampoco resultó. Finalmente los americanos les metieron en un avión y los enviaron a Japón atados. Los soldados nipones estaban convencidos de que en cualquier momento iban a ser arrojados al Pacífico. Sólo claudicaron cuando fueron abrazados por sus familias en Tokio. Habían pasado solos en a jungla exactamente quince años y diez meses.
Una mansión en la jungla
Por otro lado, en la isla de Mindoro, en Filipinas, un grupo de seis japoneses a las órdenes del teniente Yamamoto se asentaron en una montaña a la espera de que Hirohito enviara a por ellos. Mientras tanto se dedicaron a la agricultura y la ganadería con semillas y cerdos conseguidos de los nativos a cambio de sus relojes. Las primeras cosechas de maíz y batatas llenaron sus graneros. Al finalizar el segundo año de estancia en la selva poseían ya 4.000 metros cuadrados de cultivos, setenta gallinas y veinte cerdos. Además con los cueros de los animales fabricaban mantas y ropa.
Yamamoto, maestro de profesión antes de la guerra, diseñó una vivienda de troncos con agua corriente, baño y bañera. También disponía de un horno para cocer el pan, además de una planta trituradora de papas y batatas para hacer puré y un alambique para destilar aguardiente. Todas las instalaciones estaban ocultas bajo la ladera de la montaña para no ser descubiertas por los aviones norteamericanos.
Sus únicos problemas los generaban también los insectos portadores de malaria o paludismo. Varios de los miembros de esta comunidad de evadidos japoneses fallecieron cuando llevaban ya doce años escondidos. Las enfermedades fueron la causa por la que ya en 1956 los supervivientes decidieran entregarse a un norteamericano que exploraba la isla para establecer una plantación. Entonces descubrieron que la guerra había terminado y regresaron a su patria.
Sesenta años escondidos
También en la isla de Guam en 1972 fue localizado el soldado Shoichi Yokoi mientras pescaba tranquilamente. Poseía aún su uniforme y su rifle reglamentario. Pero el récord de supervivencia en la jungla está en poder del teniente Hiroo Onoda, que vivió en la isla de Lubang hasta que en 1974 fue capturado por tropas filipinas no sin grandes esfuerzos, ya que el nipón se defendió a tiros. El Gobierno de Manila tuvo que traer de Japón a uno de los superiores de Onoda para convencer a su antiguo subordinado, que le dio la orden de deponer las armas. Previamente en 1959 se había instalado por la selva toda una red de altavoces para advertir a Onoda de que la guerra había terminado. El intento resultó infructuoso.
Onoda falleció en Japón el pasado jueves, a la edad de 91 años. Tras su vuelta de su prolongada batalla se trasladó a Brasil, donde gestionó con éxito una granja y dirigió un campamento para jóvenes en el que daba cursos sobre supervivencia y vida en la naturaleza. Allí también escribió el libro 'No rendición: mi guerra de treinta años'.
Hasta hace poco era considerado el último de los zan-ryu-scha. Pero en 2005 corrió la noticia de que los soldados Yoshio Yamakawa, de 87 años, y Tsuzuki Nakauchi, de 83; se habían entregado tras permanecer los últimos sesenta años escondidos en las colinas del sur de la isla filipina de Mindanao.
Otros zan-ryu-scha, vencidos por los padecimientos de la jungla, decidieron acabar con sus vidas mediante el harakiri. Algunos fueron muertos a tiros por los encargados de rescatarlos ante su resistencia y también los hubo que cayeron víctimas de los indígenas salvajes. Asimismo se tuvieron que contabilizar las muertes por accidentes, peleas o enfermedades.
El cine ha recogido en varias películas la historia de la tozudez de los soldados japoneses que se negaron a rendirse. Oba, el último samurai (2011) es quizá la más famosa. Recoge las vivencias del capitán Oba, que después de que las fuerzas japonesas fueran derrotadas en la batalla de Saipan, lideró un grupo de soldados y civiles que se introdujeron en la selva para evitar ser capturados por las fuerzas aliadas. Sin embargo, se rindió en diciembre de 1945, tres meses después del fin de la guerra.
Por último, reseñar que también el bando americano tuvo su propio zan-ryu-scha. El técnico en información George R. Tweed, miembro de la dotación norteamericana de Guam, huyó a las montañas cuando las tropas japonesas invadieron la isla en 1941. Lo hizo junto a otros compañeros, que murieron en diversas circunstancias. Tweed permaneció escondido hasta que Estados Unidos reconquistó la isla en 1944. Regresó a su país convertido en un héroe. Su historia la edulcoró Hollywood en el filme El último superviviente, estrenado en 1962.
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