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PABLO MARTÍNEZ ZARRACINA
Miércoles, 20 de noviembre 2013, 14:18
Como cualquiera, yo tengo una idea de lo que pasa en las escuelas del país. Es una idea aproximada y contundente. La he perfeccionado leyendo titulares y escuchando tertulianos, compadreando con taxistas, viendo los debates de la tele. Sé cómo están las cosas. El informe Pisa y tal. Los datos parecen confirmar que no hay más vida inteligente en esas aulas de la que hay en Saturno. Y no quiero exagerar. Pero todo apunta a que los alumnos de hoy solo dejan de fumar crack cuando golpean a los profesores. Y que los profesores solo se atreven a salir de debajo de la mesa cuando quieren que algún alumno les dé crack a cambio de antidepresivos.
Así que, cuando supe que Antonio Carvajal iba a visitar un instituto de la ciudad, me asusté mucho. Antonio Carvajal es un poeta de corte clásico y humanista, todo un Premio Nacional, un hombre de paz, un catedrático de métrica sabio y jubilado. Y los alumnos con los que iba a encerrarse serían con toda probabilidad violentos latín kings de la izquierda abertzale. Aquel encuentro estaba propiciado por el ciclo Bilbaopoesía y era suicida. Como a mí me tocaba presentar a Carvajal horas después en Bidebarrieta, le dije a la organización que iba también al instituto. Estaba dispuesto a interponerme entre la inconsciencia y la fatalidad. No iba a ser Carvajal el segundo poeta de Granada al que asesinaban unos bárbaros.
Reconozco que me tranquilicé cuando en el instituto vi a los chicos. Eran unos cuarenta y tenían unos diecisiete años. Casi todos parecían humanos. Parecían tímidos y efervescentes, indefensos, sobreactuados: resumían la idea de la adolescencia. Los chicos comenzaron preguntándole a Carvajal si creía que a los jóvenes hoy les interesaba la poesía. "Por supuesto", contestó. Hubo entonces risitas y yo fui escogiendo mentalmente a cuál de los adolescentes sería mejor inmovilizar y usar de escudo mientras ganábamos la puerta.
Pero no hizo falta. Apoyado en la mesa del profesor y sonriendo, con una mezcla de cercanía y autoridad, Carvajal continuó: "A los jóvenes siempre les interesa la poesía. Yo comencé a leer poesía con vuestra edad porque me sentía solo y estaba asustado y no tenía la menor idea de cómo iba a ser mi vida. ¿Vosotros no os sentís a veces solos?". Bastó con eso para que sucediera: la inconfundible conexión. Los chicos dieron un respingo, abrieron los ojos. Una muchacha movió discretamente la cabeza como diciendo "a mí me vas a contar lo que es eso".
Carvajal tenía su atención. Y siguió hablando de la estrecha relación existente entre la poesía y la vida, y de cómo todo eso podía caber en un soneto. "Seguro que a todos os gusta algún chico o alguna chica", comentó. Y dando un paso adelante recitó de memoria el soneto veintitrés de Garcilaso. Créanme: retumbó el Siglo de Oro en aquella sala. Después fue analizando el poema, desanudando cada complicación y demostrando que su tema era el clásico de aprovechar la juventud y que eso, en gran medida, tenía que ver con algo que interesaba a su audiencia: el folleteo.
Los muchachos se alborotaron, y se sorprendieron aún más cuando Carvajal les explicó que el receptor del soneto de Garcilaso podía ser una mujer, pero también un hombre rubio y pálido. Y continuó hablándoles de amor y de historia, de poesía y de guerra, trazando el itinerario en llamas de una pasión. Lo hizo intercalando anécdotas y erudiciones (busquen cómo se lavaba los dientes, según Cátulo, un tal Gellius Egnatius), pero sin rebajar el nivel, sin concederle un metro a la superstición de que los jóvenes necesitan que todo se les dé a sorbos y suavizado. Carvajal recitó de memoria, bromeó, fue incorrecto y libertino. Y habló largamente de Ovidio y de Shakespeare, del Aretino y de Diego Hurtado de Mendoza, de Góngora, de Alberti, de Lorca. Lo hizo con la naturalidad y la fuerza de quien explica algo que ama y domina profundamente.
Reconozco que salí del instituto asombrado. Aquello había sido increíble y al tiempo muy sencillo: un viejo profesor revelándoles el mundo a sus alumnos. No quiero decir, por supuesto, que los cuarenta chicos empezasen esa noche a leer a Dante en italiano. Solo que durante más de una hora todos fueron capaces de escuchar lo que se les decía con educada atención. Y que apuesto a que uno o dos de ellos buscaron esa noche en sus libros un soneto de Garcilaso y volvieron a leerlo, en voz baja, dejando que se expandiese por sus venas un dulce veneno que no les abandonará.
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