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TEXTO Y FOTOS: SERGIO GARCÍA
Martes, 22 de octubre 2013, 14:11
La carretera que sale de Lalibela discurre entre casas de adobe con techado de uralita y otras en construcción donde decenas de mujeres cargan a hombros cestos de ladrillos mientras escalan andamios de madera como filas de hormigas arrojadas a un tornillo sin fin. Recuerdan a los garimpeiros de Brasil, pero sin esa fiebre del oro reflejada en la retina. En sus ojos sólo hay resignación y las sonrisas ocasionales de quien se sabe centro de atención para los extranjeros, pertrechados con cámaras como si prepararan el asalto al World Press Photo. Las gallinas irrumpen en la carretera y se convierten en otro obstáculo que añadir a los baches y socavones, la maldición de este país llamado Etiopía que se clava en los riñones como puñales. La ciudad, de apenas 20.000 habitantes pero famosa en el mundo entero por sus templos excavados en la roca volcánica, se despide con un detalle casi grotesco, un restaurante con forma de platillo volante construido a iniciativa de una europea cargada de buenas intenciones, y que domina un valle a 2.500 metros de altitud cultivado en terrazas que sobrevuelan los buitres.
La carretera que conduce a Aksum, la antigua capital donde, dicen, se conserva el Arca de la Alianza, es una pista de grava. Las lluvias torrenciales que descargan con furia desde finales de junio ya han abierto cicatrices que amenazan con hacer encallar el 4x4. El paisaje es semidesértico, apenas algo de monte bajo, lo que contrasta con lo leído en la guía, donde se informa de que las tierras altas de Etiopía aportan el 90% del agua que nutre la cuenca del Nilo. Apenas 40 kilómetros nos separan de Yemirhane Kristos, el monasterio que mandó construir en el siglo XI un antecesor de Lalibela, cuyos templos trogloditas acabamos de dejar atrás. Pero no tardamos en comprobar que el camino será largo y sinuoso. El cielo está despejado, pero lo que parecía una buena idea la víspera no tarda en alimentar la inquietud del conductor y el guía. Alguien pronuncia la palabra 'rain' (lluvia) y quienes viajamos detrás esbozamos una sonrisa. Todos los ríos por los que pasamos están secos como la mojama, y las mujeres que caminan por el arcén lo hacen largas distancias cargadas con bidones de agua para garantizar el suministro doméstico. Incluso el viento arrastra matorrales como en las películas del Salvaje Oeste, subrayando la aridez del escenario.
Cada vez que enfilamos una recta, el todoterreno reverbera desde la matrícula hasta el radiador como una cafetera. Del retrovisor cuelgan la licencia del conductor y una cruz de Lalibela de níquel, y en el salpicadero parece haber encontrado acomodo todo el santoral etíope. San Jorge es el único que no pierde la flema. Se diría, incluso, que sonríe, mientras los cinco ocupantes del coche encajamos como podemos el chaparrón de botes que desencadena cada pliegue del terreno. Las aldeas son míseras: cultivos raquíticos y chozas de madera reseca como sarmientos, la misma con que levantan los cercados para los rebaños de cabras. Los niños salen de todas partes; descalzos la mayoría, los más afortunados luciendo camisetas del Barça o el Chelsea. Todos con una sonrisa de oreja a oreja, ansiosos de que les saques una foto, de que se la enseñes, de que prometas mándársela. ¿Cómo, si no hay ordenadores? Abundan las acacias, pero de vez en cuando aparece un ficus de copa imponente, poderoso en medio de la desolación. Y a su sombra, sentados en el suelo, los niños aprenden cuatro nociones básicas de la mano del anciano de la tribu: las estaciones, los números, honra a tu padre y a tu madre, la historia de Salomón y la reina de Saba: origen de una estirpe de emperadores etíopes, de Leones de Judea, el único país del entorno de mayoría cristiana.
En cuanto dejamos atrás Bilbilla, una aldea con peluquero y un par de antenas parabólicas, la ruta adquiere tintes de proeza, empinada y repleta de agujeros, arrancando bufidos al 4x4, que se encabrita con cada repecho. Hasta que hace ¡crack! Una roca en medio del camino ha destrozado el palier. Conductor y guía conferencian durante cinco minutos, hablan por teléfono, hacen su cálculos. ¿Llevarles de vuelta y devolver el dinero? "No way". El chófer abre el salpicadero -casi un bazar, como el bolso de Mary Poppins- y saca un rollo de cuerda. Nos miramos los unos a los otros como diciendo "no será capaz". Pero lo es. Se desliza debajo del vehículo y empieza a atar el palier. Para cuando ha hecho el apaño llevamos hora y media de viaje, y quedan diez kilómetros, los peores. Las mujeres de una aldea próxima lavan la ropa en una charca que ha sobrevivido al estiaje y una nube de niños golpea la carrocería en demanda de birrs -24 hacen un euro-. Para cuando el coche arranca de nuevo, nubes amenazadoras han comenzado a adueñarse del cielo. "No más fotos", nos advierte el guía. Hay que llegar como sea por ese carrusel de subidas empinadas y bajadas que flirtean con cauces pedregosos, donde cuesta creer que hayan visto jamás una grúa. La prudencia y el palier aconsejan no ir más allá de los 20 km/hora. El zarandeo es tan brutal que los objetivos de las cámaras parecen maracas.
Media hora más tarde llegamos a una plaza desangelada, con un monolito en medio regalo del gobierno -que bien podía haber construido una carretera como Dios manda- y un letrero que anuncia Coca-Cola, aunque sólo venda agua embotellada a los turistas. Eso sí, a precio de gintonic. Uno de los pasajeros arrastra desde hace diez días una gastroenteritis; entre las sales perdidas y el traqueteo de la excursión, se mueve como las veletas, a merced de la brisa. Cuando le dicen que hay 15 minutos de escaleras hasta el santuario, se lleva las manos a la cabeza como si le estuvieran pidiendo escalar el Nanga Parbat. Pero es disciplinado el cronista de viajes Isidoro Merino llama a los de su clase 'turistas taoístas': nunca se quejan, se adaptan a todo- y sube. Ha llegado hasta allí y no concibe que nadie se lo cuente. Faltaría más. Pasa por una fachada donde alguien con mucha imaginación ha escrito 'Cafetería' y se adentra en una zona arbolada que surge de la nada conforme nos alejamos del valle hasta hacerse frondosa. Una vez arriba, la entrada de una cueva de cuyo techo cuelgan bloques de basalto, como los tubos de un órgano catedralicio. La entrada está tapiada de cualquier manera, custodiada por aldeanos sin oficio ni beneficio, pero el muro esconde un tesoro. Un cenobio que fue refugio imperial y tumba para más de 10.000 peregrinos, cuyos restos se pueden contemplar aún en el osario que se extiende al fondo de la cueva; un batiburrillo de tibias y calaveras sobre un suelo fangoso detrás del que corre un arroyo subterráneo.
El edificio principal, no obstante, es la iglesia construida bajo la roca, que alterna la madera labrada y los bloques de granito enyesados como si fuera un sándwich de varios pisos. Dicen los expertos que es el nexo entre la arquitectura axumita -un imperio que abarcó todo el Cuerno de África- y las iglesias de Lalibela, un siglo posteriores. Las paredes están cubiertas de ventanas con forma de cruz y cuando la luz entra por la boca de la cueva, uno tiene la sensación de estar asistiendo a algo mágico. Los guardianes del monasterio se mueven con indolencia, mientras, sentado en el suelo, un niño con la cabeza afeitada lee ajeno a todo lo que le rodea. En el interior, un sacerdote se mueve con parsimonia bajo la luz macilenta de una bombilla que cuelga huérfana del techo, cubierto de artesonados bellísimos y figuras geométricas. La nave central, las capillas, la cúpula todo está cubierto de pinturas donde los hexágonos dan paso a las cruces y estas a las estrellas de seis puntas, los motivos florales y los animales, desde cabezas de ganado hasta elefantes, águilas, dragones...
El recinto no es grande, pero su atmósfera medieval nos traslada a un mundo habitado por ascetas y místicos. El sacerdote viste sus mejores galas, incluida una capa roja con ribetes de oro que parece salida de un museo, y muestra una cruz llena de filigranas, tan mugrienta que es imposible saber si es de plata o níquel. Quizá nuestra sola presencia haya interrumpdo algo. Pero no hay nadie, sólo un monje cubierto con un lienzo blanco que sostiene un incensario y al que un haz de luz arranca brillos cálidos como si su perfil estuviera tallado en caoba. "One photo, ten birrs", dice el párroco que viste como un obispo, para quien sólo somos fajos de billetes con patitas. A un lado de la iglesia, una puerta de doble arco conduce al mausoleo de Yemirhane Kristos, cubierto de alfombras y objeto del mismo fervor que la tumba de un apóstol. Es cuando vamos a entrar cuando el guía irrumpe retorciéndose las manos, señalando la boca de la gruta. Apenas queda luz, aunque es poco más tarde de la una. Comprendemos entonces que sus temores se han hecho realidad, que la tormenta se cierne sobre nosotros y que descargará con todo lo que lleva dentro.
El regreso al pueblo lo hacemos prácticamente a la carrera, empujados más por la urgencia que transmite el guía. Así es al menos hasta que llegamos al coche. Para entonces, lo que comenzó siendo una fina lluvia se ha convertido en gotas del tamaño de bellotas que caen sobre el capó del 4x4 como perdigonadas. Salimos de estampida sin olvidar ni por un momento que el palier sobre el que se apoya toda la carrocería está atado con una cuerda."Por qué tanta prisa", pregunta alguien. A fin de cuentas es sólo agua. Hasta que el conductor responde. Lo hace extendiendo el brazo, apuntando a la ladera del monte, el mismo monte que parecía un secarral cuando vinimos pero por donde ahora baja una torrentera de aguas marrones y furiosas, cargada de limos y ramas que se desliza por la carretera, ocultando a la vista los baches como cráteres que antes nos hicieron descarrilar. Hay que salir pitando.
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