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JON AGIRIANO
Miércoles, 3 de julio 2013, 12:45
Hoy se cumplen cuarenta años del primer título del Athletic del que tengo recuerdo, la Copa de 1973. El anterior, cuatro años antes, coincidiendo con la llegada del hombre a la Luna, no alcancé a disfrutarlo. Era demasiado pequeño y mi interés por el fútbol se limitaba entonces a soltar balonazos por el pasillo de casa. Lo que hicieran los demás con la pelota me traía sin cuidado. Pero pasó el tiempo y comencé a descubrir lo que significaba el Athletic para todos los que me rodeaban. Se produjo el inevitable efecto contagio y no tardé en asistir a un partido en San Mamés. Aquella primera visita a La Catedral era para nosotros, niños de pueblo que sólo aparecíamos por Bilbao para ir al médico, un bautismo en toda regla, una auténtica ceremonia de iniciación. Siempre he pensado que el club debería haber tenido algo previsto para hacer más especial y protocolaria esa primera vez, sumergirnos la cabeza en una pila de agua, regalarnos una gran txapela con la fecha bordada o una camiseta con los autógrafos de todos los jugadores, hacer el saque de honor, qué sé yo.
El caso es que el 29 de junio de 1973 yo era uno más de los miles de hinchas rojiblancos que se agitaban inquietos en las horas previas a la final contra el Castellón. Dedicamos el día a jugar un partido tras otro en la campa que había entonces debajo de casa. Era lo que solíamos hacer habitualmente, pero aquella vez era distinto. No sólo jugábamos por placer sino con un segundo objetivo inconfesable: conjurar nuestros nervios de cara al partido de la noche. Y para calmarnos, nada como acabar derrengados. No es que nos faltara confianza en la victoria, que conste. Teníamos toda la fe del mundo en el equipo de Pavic. Y no importaba que algunos mayores nos hubieran advertido de que el Castellón tenía buenos jugadores, sobre todo Clares, Vicente del Bosque y Planelles, al que yo tenía una tirria especial porque conseguir su cromo para completar la colección de aquella temporada me había costado la paga de un mes y alguna que otra estocada en mi amor propio. Nuestra inquietud, realmente, tenía que ver con el miedo a lo desconocido.
Y es que aquello era una final de Copa, un tipo de partido que nunca habíamos vivido, algo verdaderamente nuevo, grande y especial. Esa misma mañana, habíamos visto a cuatro señores del pueblo salir en un coche rumbo a Madrid. Aparecieron por la carretera del puerto tocando la bocina y haciendo ondear dos grandes banderas rojiblancas por las ventanillas de los asientos traseros. Nos quedamos mirándolos embobados. Nos pareció que viajaban al paraíso y creo que todos lamentamos no habernos encerrado en aquel maletero como polizones y que no nos hubieran descubierto hasta Burgos o por ahí, cuando el regreso a Plentzia ya no fuera posible.
Por una extraña razón que no recuerdo no ví la final en mi casa ni en la de mis abuelos maternos, que es donde solía hacerlo, sino en la de nuestro vecino de escalera, Jesús Albarrán, al que seguramente le hacía gracia compartir ese partido con un niño de nueve años con gafas de pasta negra y vestido del Athletic, con botas y todo. Entré en su casa a las ocho y veinte, diez minutos antes de que comenzara el partido en el Vicente Calderón. Recuerdo mi curiosidad de explorador en aquel hogar ajeno y la impresión que me causó ver de cerca, al final del recibidor, una gran estatua de madera con la figura de un campesino oriental. Supuse que Jesús, marino jubilado, la había traído de alguno de sus viajes por los mares de Indochina. También recuerdo el tremendo filete con patatas que Juani, la mujer de Jesús, me puse para cenar aquella noche durante el descanso.
Mentiría si dijera que sufrí. Mi vecino era un hincha medular, pero había navegado mucho y había visto demasiado fútbol como para contagiar algo que no fuera serenidad. Al menos, a un crío. Entonces se marcaba al hombre y se hablaba mucho de los duelos individuales durante los partidos, por lo que no me extrañó nada escucharle lo importante que iba a ser el marcaje de Villar sobre Planelles. También dijo algo sobre Txetxu Rojo, pero aunque el zurdo de Begoña era mi ídolo no soy capaz de recordarlo. Leyendo la crónicas del partido, quizá Jesús se refiriese a la importancia de que Rojo I se impusiera a Figueirido, el lateral derecho castellonense. Del partido conservo unas pocas imágenes borrosas y una serie de sensaciones mucho más nítidas: la alegría tras el gol de Arieta a los 27 minutos, la inquietud a partir de ese momento ante cualquier ataque del Castellón, el respingo de todos en la mesa cuando Zubiaga hizo el 2-0 en el minuto 53 y lo lento que transcurrió el tiempo hasta que Medina Iglesias pitó el final del partido y, sin saberlo, decretó el estado de felicidad más extraordinario que yo había conocido hasta entonces. ¡Cómo no echarlo de menos!
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