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FERNANDO MIÑANA Y ANTONIO ARMERO
Domingo, 26 de mayo 2013, 11:17
La vida les propinó un directo sobre el mentón y cayeron desplomados sobre la lona de su hogar. Cómo, si no, reacciona uno a la pérdida de la vista, la amputación de una pierna, tener medio cuerpo inmóvil o la aparición de una enfermedad que te va mermando. Pero volvieron a alzarse. Y lo hicieron con más fuerza. Aceptaron el envite que les echó la vida y subieron la apuesta.
Juanjo López se ha lanzado a correr por la montaña con una prótesis de fibra de carbono y hoy disputa el Campeonato de Europa de triatlón. Aitor Francesena salió del hospital después de perder el único ojo útil que le quedaba y con la ayuda de su pupilo Aritz Aranburu, el mejor surfista de España, volvió a sentir una ola meciendo su tabla. Elisabeth Heilmeyer quedó inmóvil de cintura para abajo al caer con un planeador. Tres meses después volvía a surcar el cielo sin motor. Y Miguel Coca se enfrenta, desafiante, a interminables raids de aventura cargando en la mochila con una esclerosis múltiple.
Aitor Francesena 'Gallo'. Surfista
Subirse a las olassin llegar a verlas
Al medio año de quedarse ciego, Aitor Francesena, al que todo el mundo llama 'Gallo', recibió la visita de Aritz Aranburu, un as del surf. El alumno quería invertir los papeles. Así que cogió a su monitor y se lo llevó a la playa de Zarautz. Aritz guiaba por la arena a su maestro con la ayuda de la tabla. Cada uno en un extremo. Lo llevó al agua, lo encaró hacia la orilla y cuando vio una buena ola, le avisó. Aitor, todo mecanizado, todo memorizado, se incorporó y mantuvo el equilibrio, en un mar a oscuras, mientras la ola bailaba un soul a sus pies.
Los desconocidos piensan que la vida no ha tratado bien a Aitor, quien, a los 14 años, por un glaucoma congénito, perdió la visión total del ojo derecho y parte del izquierdo. Pero él tenía suficiente con poder seguir cazando olas y enseñando lo mucho que sabe a los jóvenes, que le adoran y que ahora le sacan al mar. Rehizo su vida, pero el destino le tenía reservada otra barrabasada. El 24 de julio pasado, después de meses sin forzar mientras esperaba un segundo trasplante de córnea, durante un baño de surf en una tarde de mala mar, cayó desde una ola, impactó de frente con el agua y se vació el único ojo con el que veía.
Gallo no cedió al victimismo y hoy afronta su nueva vida con arrojo. Aunque también con sus miedos. «Quedarte ciego no es moco de pavo. Es durísimo tener la pantalla en negro todo el día, pero soy feliz con lo que viene. Intento seguir aportando cosas a los que me rodean en lugar de estar lloriqueando porque, entonces, la gente acaba dándote de lado. La vida es superguapa y no puedes dejarla pasar».
- Y a todo esto, ¿a usted por qué le llaman Gallo?
- (Se ríe, Aitor se ríe mucho). Eso es de cuando era un niño y cruzaba los peores barrios de Zarautz. Los chavales de por allí me ponían un cuchillo en el cuello y me decían: «Ahora canta la gallina». Y yo hacía la gallina. Pero como era un chico, pues acabaron llamándome Gallo.
El gallo se quedó ciego. Pero sigue picando. Su hija, Uxué, le lleva cada mañana al colegio del brazo. La deja y le recoge alguno de sus chicos, como ahora hace Nacho Sanchis, uno de los últimos pupilos que ha 'adoptado', los chavales que le dan la vida en el mar, donde cada día es un poco más hábil. «Yo siento cosas que otro no siente. Para surfear solo necesito tres datos: tener la punta de la tabla en dirección a la orilla, saber a cuánto tengo la ola para empezar a remar, y si está muy hecha o poco hecha para remar más o menos. Luego, adivino cómo va la ola, ya sé lo que va a hacer. A mí no me echa la ola; la puedo hacer entera, lo que no consigo realizar son los dibujos que pide, los encajes, porque las maniobras no las puedo leer». El guipuzcoano percibe la evolución. «He hecho 20 o 30 baños, pero cuando lleve 100 o 200 ya podré coger olas grandes». Y no se arruga. «Cuanto más das a la gente más te dan ellos. Por eso digo a todo que sí.¿A bailar? A bailar. ¿A beber? A beber. ¿A surfear? A surfear. Cuanto más demuestras tus ganas de vivir, más te ayudan».
Juanjo López 'El Peño'. Corredor de montaña
Lo que le robó el toro se lo devolvió el deporte
En Puçol, un pueblo que se levanta a 20 kilómetros de Valencia, la afición por el toro golea al fútbol. «En la plaza, los niños no juegan con un balón sino con un carrito y unos cuernos», explica Juanjo López, conocido entre los vecinos como 'El Peño', igual que su padre, su abuelo y su bisabuelo, famoso en su día por ser testarudo, duro como una peña. Ahora lo es su biznieto, fanático del toro, un joven con la cabeza de un morlaco tatuada en un omoplato. Su afición era tan honda que estuvo recortando toros desde los 13 o 14 años. Hasta que topó con 'Príncipe', un ejemplar de la ganadería Germán Vidal que el 21 de junio de 2011 le enganchó la femoral y le abrió la pierna «como un libro».
El Peño había visto un par de meses antes la terrorífica cogida de José Tomás en la plaza de Aguascalientes. Y por suerte se quedó con detalles. «Me pincé la femoral y no dejé que me tocaran. No me desmayé ni perdí el conocimiento. Intenté tranquilizarme porque cuanto más nervioso me pusiera, más bombearía el corazón y más sangre perdería».
El cirujano hizo auténticas virguerías para salvar la pierna. La abrió de arriba abajo en busca de la conexión de la femoral, le extirparon los gemelos, se los cambiaron por los dorsales, conectaron unas venas con otras... Doce operaciones. Hasta que uno de los médicos propuso cortar la pierna por la ingle. El Soro, un conocido exmatador, llamó al cirujano de la plaza de toros de Valencia, quien evitó la amputación. Pero Juanjo López seguía sin sentir el pie. El 22 de julio le dijo al doctor que adelante. Cuando despertó le habían amputado la pierna por debajo de la rodilla. El 31 de julio salía del hospital. Entró como un recortador malherido de 80 kilos y se marchó sin media pierna y 22 kilos menos.
«Me fui dando gracias por estar vivo, había sido un milagro», recuerda el Peño, quien no guarda rencor al toro. «Los rodadores sabemos que la cornada acaba llegando; pero una cosa es que te coja el toro y otra que te corten una pierna». Tentó a la suerte. Porque con 19 años un astado ya le pegó una cornada en la testa que le dejó una vistosa cicatriz sobre la sién, donde colocaron una prótesis.
El Peño se sacudió de inmediato el lastre de las lamentaciones. En casa soltó la silla de ruedas y en seguida comenzó la rehabilitación en el gimnasio. La herida cicatrizó con mucha rapidez y, gracias a que salvó el fémur, pudo volver a andar con la ayuda de una prótesis. A los tres días ya caminaba solo. En noviembre comenzó a nadar. En diciembre, a pedalear. Y en febrero, pese a que los ortopedas le advirtieron de que necesitaba un par de años para asimilar todos los cambios, a correr.
En abril, nueve meses después de la operación, completó los 15 kilómetros del Gran Fondo de Puçol. Ese día supo que le aguardaban grandes retos por delante. Esa victoria cambió su vida. En el pueblo todo fue normalizándose. «Al principio los amigos sentían lástima y no se atrevían ni a descolgar el teléfono». Y los vecinos pasaron de verle estirando del rabo al toro a correr con una prótesis de carbono parecida a la de Pistorius. Su pierna se llama Flex Run. Una pieza de la marca Ossur que cuesta 7.000 euros. La diferencia entre correr o no correr.
Juanjo recuperó la confianza y se convenció de que podía abordar retos mayores. Regina, su mujer, y Mara, su hija, aportaron la motivación que pudiera faltarle. El club Tripuçol, los conocimientos. El Peño asimiló la técnica tan pronto que de inmediato llegaron los éxitos: campeón de España de triatlón de media distancia y bronce en el Mundial de larga distancia. Y entonces rizó el rizo. En contra de toda lógica, metió la prótesis entre las rocas del monte y el pasado mes de diciembre se convirtió en el primer atleta amputado en completar un trail de montaña. Su ejemplo es modélico y ya dedica parte de su tiempo a dar charlas. Habla más de motivación personal que de deporte. «Si yo puedo, tú puedes», repite Juanjo, el biznieto del testarudo Peño.
Miguel Coca. Raids de aventura
Un enfermo con una salud de hierro
Miguel recordará de por vida una película y una botella de champán. Estaba en el cine, en Cáceres, viendo 'Troya', y cuando acabó no fue capaz de levantarse de la butaca. Tuvieron que ayudarle. Entró en Urgencias andando y salió veinte días después acompañado de una silla de ruedas. Tenía 26 años y acababan de diagnosticarle esclerosis múltiple. Seis años más tarde, Miguel Coca (35 años, de Plasencia) descorchó emocionado la botella de champán que le dieron tras cruzar la meta del Bimbache Extreme, uno de los raids de aventura más exigentes del mundo, que obliga a recorrer más de setecientos kilómetros en cinco días, y que ese año solo completaron 39 de los 70 equipos que tomaron la salida. 'Sin barreras', el equipo de Miguel, llegó a la meta a las 17.58 horas, dos minutos antes de que la cerraran.
Tras esa línea, le esperaban el cariño de sus padres y su mujer. Y la admiración de quienes dudaban que alguien que tuvo que aprender a andar a los 26 años fuera capaz de cumplir semejante hazaña. «Lo hago para sentirme vivo y para que la gente que tiene esclerosis múltiple vea que se puede», dice Miguel, que cuenta su historia sonriendo a cada rato. Ríe al recordar los días en que cambiaba la silla de ruedas por un andador con el que se peleaba por el pasillo de casa; ríe al acordarse de las caras de pánico en la sala de rehabilitación cuando él entraba soltando las muletas; y ríe también al evocar las zancadas patosas de aquella tarde en la que dijo que se iba a correr y en su casa creyeron que estaba de broma.
Quienes pensaron que Miguel Coca no se levantaría nunca de su silla de ruedas no sabían que estaban ante un luchador humilde y cercano, un sensato testarudo de ojos verdes que no se para ante nada. Corre, monta en bici, en piragua, escala montañas, compite y queda entre los primeros en pruebas de duatlón y triatlón, y ha completado una docena de raids de aventura. «Ahora voy a aprender a bucear», anuncia mientras le escucha Bárbara, su mujer, que es maestra pero podría escribir un libro sobre lo que le pasa a su chico.
La esclerosis múltiple es una enfermedad neurológica que afecta al cerebro y a la médula espinal, y es la segunda causa de discapacidad entre los jóvenes, solo superada por los accidentes de tráfico. A grandes rasgos, lo que hace es atacar la mielina, la sustancia que envuelve los nervios y facilita que el brazo, la mano, la pierna o los ojos hagan caso al cerebro. La de Miguel es del tipo recurrente-remitente, lo que significa que sufre brotes periódicos. No se sabe cuándo van a llegar, pero sí lo que traen. «Esta enfermedad es como si te fuera pelando cables -explica él-, y cada brote te deja una cicatriz, pierdes algo que luego solo puedes recuperar en parte». Los espasmos musculares, el hormigueo en las articulaciones, la falta de sensibilidad en las extremidades, los dolores de cabeza, la fiebre o una insufrible sensación de fatiga son compañeros con los que Miguel ha aprendido a convivir.
«Desde que me diagnosticaron esclerosis -recuerda-, me marqué como meta volver a la montaña, que es lo que siempre me ha gustado». Y en cuanto pudo cogió el coche y se fue a Asturias, para que un amigo le llevara otra vez a las alturas. «Hice el viaje solo, y a mitad de camino tuve que parar porque me empecé a sentir muy mal. Estuve a punto de llamar a casa, pero pensé que tocaba ser fuerte, que la enfermedad no tenía que poder conmigo porque si no iba a estar condenado de por vida, y seguí conduciendo». Lo siguiente fue hacer el Camino de Santiago desde O Cebreiro, también solo. Y después, su primer raid, en Plasencia, en el que acabó sexto. Más tarde llegarían otros deportes, muros que Miguel ha ido saltando para cambiarle el guión a la película de su vida y brindar por ello.
Elisabeth Heilmeyer. Piloto de vuelos sin motor
Los pájaros no necesitan piernas
Elisabeth Heilmeyer es una alemana que vive en Madrid. Aunque, en realidad, es una española de Munich. Tanto le gusta el carácter ibérico, alegre y desenfadado, que lleva 38 años por estos lares. Ella también es simpática y extravertida. Quizá porque el accidente que pudo arruinarle la vida no le arrebató su pasión: volar.
Desde pequeña se queda embobada viendo a las aves. Y los aviones. Y todo lo que cruza el cielo. Así que cuando descubrió el vuelo a vela, no pudo cerrar la mandíbula. El problema vino cuando un familiar, un primo suyo, murió en un accidente mientras volaba sin motor. El asunto mutó en tabú. No se podía ni mentar en casa.
En 1975 viajó a Salamanca para perfeccionar el idioma y descubrió un país simpático que la cautivó. Solo tenía un fallo grande: su nula tradición en el vuelo a vela. Así que prácticamente lo olvidó. En 1994 le hizo un favor al amigo de un colega del trabajo. Y este mostró su gratitud con una propuesta exótica. «Elisabeth, te puedo ofrecer algo que muy poca gente acepta», le dijo. «¿Y qué es?». Cuando escuchó la respuesta casi salta de la silla. Era un martes. El sábado ya estaba despegando desde el aeródromo de Ocaña (Toledo).
Durante los siguientes nueve años voló siempre que pudo. Hasta que el 31 de mayo de 2003, mientras un torno elevaba el planeador -hay que subir 500 metros como una cometa para poder empezar a volar- en el aeródromo de La Mancha, su compañero cometió un error. «Se bloqueó el motor del torno y él asumió el control del velero. Se equivocó al iniciar un viraje y perdimos, a 80 metros, altura y velocidad. Lo tengo grabado. Yo gritaba: '¡no quiero morir, no quiero morir!'».
Tras el impacto comprobó que estaba viva, pero notó un fuerte dolor en la espalda. Su acompañante salió del aparato y ella intentó hacer lo mismo. Pero no sentía las piernas. «Inmediatamente supe qué me había pasado». El golpe quebró la vértebra D12 y sus piernas quedaron inmóviles para siempre. La parálisis es mucho más que no poder andar. También arrastra una fuerte frustración. En el hospital de parapléjicos de Toledo se hundió. «Sientes como que te han dado la sentencia de muerte. Así no quieres vivir».
No se rindió por su madre. Y por sus amigos. En seis meses no tuvo un día sin visita. Se sintió tan querida, tan amada, que se hizo de hierro. Pronto recordó que tres años atrás le mostraron un aparato adaptado para discapacitados. A los tres meses se subió al velero y, volando, recuperó la vida. «En el aire no hay barreras arquitectónicas; allí todos somos iguales. Por primera vez desde el accidente volví a sentirme feliz».
Aún tuvo que pelear con Aviación Civil. Le negaba la licencia, aunque en Francia hay dos pilotos comerciales parapléjicos. El 8 del 8 de 2008 salió publicada en el BOE la autorización. Y en mayo de 2010, después de mil zancadillas, recibió los papeles. Recuperó la autoestima y ahora, transcurridos diez años, es una mujer independiente que vive sola en un ático de Bravo Murillo. Allí compra y cocina. Y ríe. No tiene miedo al futuro. Cómo iba a tenerlo una mujer que puede volar.
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