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Directo Sigue la tercera etapa de la Itzulia con el ascenso a los muros de Gaintza y Lazkaomendi
El monasterio de Trinidad, en Meteora, se encarama en lo alto de una roca y desafía a los turistas./ Sergio García
La fe trepa montañas
La BRÚJULA | VIAJES

La fe trepa montañas

24 monasterios ortodoxos coronan el paisaje lunar de Meteora, antaño refugio de monjes y partisanos y hoy Patrimonio de la Unesco. Una razón suficiente para conocer Grecia

SERGIO GARCÍA

Viernes, 20 de abril 2012, 12:33

Hay una Grecia que se extiende más allá de las playas de Santorini y los muros abrasados por el sol de la Acrópolis, lejos de las gradas de Epidauro donde aún saltan a escena Antígona y Edipo Rey; o del desfiladero de las Termópilas, donde ha retrocedido el mar pero siguen sonando los ecos de Leónidas y sus 300 aguerridos espartanos, luchando contra el destino para ganarse un sitio en la historia. Al norte del país se extiende la Tesalia, una mancha amarilla de cereal que llega hasta las montañas de Meteora, como farallones tierra adentro que apuntan al cielo. Y no es mala comparación, porque las rocas de arenisca que surgen de la nada fueron fondo marino hace millones de años, hasta que las placas tectónicas y la erosión dejaron al descubierto un paisaje lunar que provoca exclamaciones de asombro. Garantizado.

Meteora es una de las atracciones turísticas de Grecia por excelencia, declarado Patrimonio de la Humanidad por la Unesco en los 80 y un respiro para quienes llegan a Grecia pensando en Aquiles-Brad Pitt y acaban siendo víctimas del Síndrome Stendhal, que traducido significa empacho de piedras. Aquí no es que falten piedras, pero al menos ya no le bombardean a uno con las cuatro generaciones de dioses descendientes de Zeus que danzaron por el mundo antiguo haciendo de las suyas. La carretera que conduce a Kalambaka parece morir al pie de las montañas que surgen como protuberancias en el llano. La ciudad es un mosaico de casitas encaladas y tejados rojos que se abren a patios mediterráneos. Allí, los griegos juegan al 'backgammon' mientras beben 'ouzo', un licor anisado con sabor a regaliz, a la sombra de los sarmientos que flotan como enredaderas.

En Meteora se conservan 24 monasterios y lo hacen encaramados a las rocas, desafiando al vacío, se podría decir que en posturas imposibles. Piedra lisa donde uno no espera ver ventanas, cabrestantes para suplir la falta de ascensores y donde se aventuraban en precario equilibrio los monjes a los que llamaban los asuntos de este mundo. Las columnas de arenisca llegan a superar los 600 metros y los templos que coronan sus cumbres están ahora comunicados por carreteras de asfalto que permiten girar una visita al menos a seis de ellos. También hay senderos, si uno no teme asomarse de pronto al precipicio, que conectan nombres evocadores, como Roussanou, Agia Stephanos, Trinidad, Gran Meteora... La distribución responde siempre al mismo patrón. Celdas y el refectorio en torno a un patio, y el katholikon -el lugar estrictamente de oración- justo en el centro, entre jardines y fuentes y el graznido de las rapaces que se aventuran hasta allí. Un lugar de recogimiento, forrado de iconos, con brillos de oro y aroma de incienso. Santo.

El paraje es espectacular, y más cuando el guía local de turno le cuenta a uno como aquellas grutas que parecen territorio exclusivo de águilas y buitres ya estaba habitado en el siglo XI por anacoretas que trepaban hasta allí Dios sabe cómo, en un arrebato de fe y ávidos de emociones fuertes. Siglos después seguirían su ejemplo los monjes ortodoxos, que huían de las invasiones otomanas, y más tarde aún los partisanos griegos, que se refugiaron en estas soledades y casi consiguen que los nazis hicieran saltar por los aires el santuario en represalia por las emboscadas sufridas. Quizá, cuando alguien preguntó ¿Arde Meteora?, nadie descolgó el teléfono. Gracias a Dios.

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