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OSKAR L. BELATEGUI
Martes, 21 de febrero 2012, 19:58
Una calle en Barakaldo, junto al Hospital de Cruces, lleva su nombre. Muy cerca, el Palacio Munoa se yergue cercado por construcciones y amenazado por la piqueta. Allí murió Horacio Echevarrieta y viven todavía dos de sus hijos. Allí arranca El último magnate, un fascinante documental de José Antonio Hergueta y Olivier van der Zee, estrenado ya en los cines vascos. La increíble historia de un visionario que acabó condenándose cuando formó una alianza con el espía alemán más célebre de la época y un marino enamorado del cine.
En los años 20, Echevarrieta poseyó minas, astilleros, cementeras, hidroeléctricas, participaciones en grandes bancos, radios y periódicos. Excavó el metro de Barcelona y erigió la Gran Vía madrileña. Fundó Iberia y el germen de Iberdrola. Desde su mansión en Punta Begoña contemplaba sus barcos surcar El Abra con las bodegas preñadas de mineral. De su Xanadú particular quedan unas galerías en las que, al final, no construirán un hotel de lujo. Neguri también tuvo su William Randolph Hearst, el magnate que Orson Welles retrató en Ciudadano Kane
Echevarrieta fue el industrial más rico de la España de la época. Amigo de Alfonso XIII y Primo de Rivera, vivió unos tiempos donde todo parecía posible. Trató con nobles, espías, buscavidas y estrellas de cine. Aquel prohombre, diputado por la coalición entre socialistas y republicanos, era también un experimentado regatista que soñaba con construir la máquina más perfecta para surcar los océanos y ganar las guerras: un submarino revolucionario. Llevar a la práctica su quimera le costó su fortuna y el olvido en la España franquista.
Suena a historieta de Tintín, pero cuatro años de trabajo y el saqueo de medio centenar de archivos demuestran que no fue ficción. El destino de Echevarrieta se cruzó con el de dos alemanes, encargados por la República de Weimar de rearmar en secreto al país perdedor de la guerra. Wilhelm Canaris llegaría a ser el principal responsable de Inteligencia en la Alemania nazi; Walther Lohmann gestionaba las finanzas ocultas de la Marina.
La contienda había demostrado el poderío bélico de los submarinos. Quien dominara el mar vencería en próximos conflictos. Canaris vio en Echevarrieta al mejor de sus aliados, un multimillonario amigo del rey, que compartía sus sueños de triunfo tecnológico. Tras vender todos sus barcos, el magnate inauguró unos astilleros en Cádiz destinados a fabricar el submarino más avanzado del momento. El u-boot definitivo perfeccionado por ingenieros alemanes.
La nave, bautizada E-1 (Echevarrieta-1), fue mermando los recursos financieros del naviero, al tiempo que los socios germanos salieron rana. La Prensa reveló que Canaris estuvo vinculado al asesinato de Rosa Luxemburgo y el Ejército le pasó a la retaguardia; Lohmann resultó que invertía dinero destinado al rearme en películas patrióticas. El crack del 29 y el advenimiento de la Segunda República dos años más tarde hicieron el resto. El E-1 se vendió al mejor postor y acabó en la Marina turca. Desguazado en los años 50, se conserva una maqueta en el Museo Naval de Estambul.
El panteón familiar en el cementerio de Getxo habla del esplendor de tiempos pasados. Sobre el Palacio Munoa pende un litigio y su derribo es cuestión de tiempo. El legado Echevarrieta hay que buscarlo en sitios tan dispares como la estación del metro en la Plaza de Catalunya, el transbordador de las cataratas del Niágara, cada avión de Iberia y el Juan Sebastián Elcano, el buque escuela de la Armada, que todavía surca los mares. En su mástil luce orgulloso una placa: Astilleros Echevarrieta y Larrínaga.
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