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CARLOS BENITO
Viernes, 3 de diciembre 2010, 11:39
Dentro del vastísimo repertorio de maldades que el ser humano es capaz de infligir a sus semejantes, quizá lo que más estremecedor resulta son los casos en los que una mujer mata a sus hijos. Se trata de crímenes particularmente inconcebibles que solemos atribuir a la locura, por mucho que en ocasiones los psiquiatras nos digan lo contrario: en el trastorno mental encontramos la forma más sencilla de explicarnos una fractura tan violenta en el orden natural. Los sucesos protagonizados por una madre asesina causan una impresión honda y duradera en la sociedad, obligada a cuestionarse sus fundamentos. En Alemania todavía no se han recuperado de la tremenda historia de Steffi K., la mujer de 31 años que en 2007 asfixió a sus cinco hijos con una bolsa de plástico. En Francia, provocaron una conmoción los actos de Verónique Courjault, que acabó con la vida de tres hijos recién nacidos: el primer cadáver lo quemó y lo enterró en el jardín, mientras que los otros dos los envolvió en plástico, los guardó en el congelador y se los llevó en sucesivas mudanzas. En el Reino Unido, asisten estos días al juicio a Satpal Kaur Singh, que mató a su hijo autista de 12 años haciéndole beber lejía, para evitar que se lo quitaran los servicios sociales.
En los últimos años de la crónica negra española, dos sucesos mostraron con particular crudeza esa metamorfosis de madre en monstruo: son los casos de la parricida de Santomera, de 2002, y la envenenadora de Melilla, de 2004. La primera, Francisca González, fue detenida veinte minutos después del entierro de sus dos hijos, Francisco Miguel y Adrián Leroy, de 6 y 4 años. Según su versión, alguien se había colado en su casa del pueblo murciano y había matado a ambos, pero poco a poco se fueron conociendo los detalles de aquella noche de pesadilla: Francisca estaba sola con los dos pequeños y con su hijo mayor, de 14 años, porque su marido, camionero, se encontraba trabajando en Francia. Al verse imputada, la mujer declaró que se había bebido un litro de whisky, había consumido grandes cantidades de cocaína y, al recuperar la consciencia, se había encontrado a los niños muertos en sus camas. Pero, según la Policía y el tribunal, fue ella misma quien los estranguló con el cable de un cargador de móvil, antes de desordenar la casa para crear una impresión muy poco convincente de asalto. El crimen se vinculó con los problemas que había en el matrimonio, pero los encargados de la investigación fueron tajantes al tratar los porqués, esa pregunta última que tortura a quienes se ven obligados a estudiar estos asuntos: "Ni ella misma sabe por qué lo hizo", dijeron.
Lo primero para mí
Los crímenes de Francisca Ballesteros, la envenenadora de Melilla, se achacaron a su deseo de emprender una nueva vida con alguno de los hombres que había conocido en internet, pero esa endeble justificación no parece capaz de sostener la enormidad de sus actos. Francisca mató a su marido, a su bebé de cinco meses y a su hija de 15 años, administrándoles en las comidas un fármaco que les provocó daños irreversibles. Sólo se salvó uno de los hijos, aunque también resultó intoxicado. La mujer sostuvo en el juicio que había medicado a su marido para que dejase de beber y de maltratarla, a su hija "para que no tuviera depresión" por la muerte del padre y a la pequeña Florinda porque "tenía la cabeza y el brazo torcidos". Según los peritos psiquiátricos, Francisca no sufre ningún trastorno mental y posee, de hecho, un "nivel intelectual elevado". Una de sus frases ante el juez sigue poniendo los pelos de punta: "Lo primero para mí son los hijos".
Pero, sin duda, uno de los casos más singulares de madre asesina, tan extraordinario que su eco se ha mantenido a través de casi ocho décadas, es el de Aurora Rodríguez. En cierto modo, su conducta estuvo motivada por la razón, pero era una razón tan desarraigada de todo sentimiento que acabó pareciéndose mucho a la locura. Aurora, una gallega de ideología socialista, se propuso modelar a la hija perfecta: se quedó embarazada de un hombre elegido especialmente para ello, que sirvió como simple inseminador, y en 1914 dio a luz a una niña, a la que puso el nombre de Hildegart Leocadia Georgina Hermenegilda María del Pilar. Para la posteridad, Hildegart Rodríguez, una criatura prodigiosa que aprendió varios idiomas, terminó la carrera de Derecho a los 17 años y, todavía en la adolescencia, publicó obras como 'La rebeldía sexual de la juventud' o '¿Se equivocó Marx?'. Hildegart cumplió con creces los planes de su progresista madre hasta que se enamoró de un teniente de alcalde de Barcelona, lo que movió a Aurora a adoptar una solución drástica: el 9 de junio de 1933, tras hacer unas pruebas de tiro en la azotea de casa, mató a su hija de cuatro balazos. Como las demás mujeres de esta página, decidió destruir lo que había creado.
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