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MIKEL MANCISIDOR
Lunes, 18 de enero 2010, 03:59
Hace una semana se nos fue, cumplidos los 100, Miep Gies, la mujer que ayudó a la familia de Ana Frank a ocultarse y vivir escondidos algo más de dos años. Ella fue quien recogió el diario de Ana y lo guardó, sin leer, como el tesoro inviolable que era, hasta que la guerra terminara y la propia Ana -o siquiera alguno de sus familiares- volviera con vida de los campos de exterminio. Ana nunca volvió, tampoco su hermana mayor, Margot, ni su madre. Fue Otto Frank, el padre, quien lo recibió de manos de Miep y lo publicó en aquella primera versión, recatadamente recortada, en la que muchos conocimos uno de los testimonios más significativos del siglo XX.
La historia de Ana es bien conocida y, tras la publicación de la versión completa de su diario en los años 90, conocemos mejor a la propia Ana adolescente. Mucho menos sabemos de la historia de Miep y me parece que merece ser recordada. Por eso duele no encontrar su exquisita autobiografía en castellano o en euskera (sirva como sugerencia si algún editor está leyendo). Su centenario y ahora su muerte bien pueden servir para escribir este recuerdo y este homenaje que la dé un poco más a conocer entre nosotros. Su vida es un ejemplo de dignidad y, si se me permite, de excelencia moral que debe, aquí y ahora, servirnos de mucho más que de lección histórica: de lección de vida con valores.
Miep Gies nació en la capital de ese Imperio Austro-Húngaro que se desplomaría al terminar la Primera Guerra Mundial. En Viena sufre los rigores extremos de la posguerra y especialmente el hambre. Advertida de la severidad de su desnutrición, su familia debe entregarla a un programa de acogida que le encuentra una familia en la lejana Amsterdam. Allí llega, con sus 10 añitos, sola y sin conocer el idioma, débil y desvalida, y allí encuentra una familia de acogida que la alimenta, junto a sus otros cinco hijos, con mantequilla y queso holandeses, pero también con amor y, como veremos, valores.
La estancia era para tres meses, pero los médicos recomendaron otros tres y luego otros tres. El tiempo pasa y Miep, sin perder del todo la relación con su familia biológica, acaba considerando a la de acogida su familia y se siente ya, a pesar de mantener por unos años más el pasaporte austríaco, holandesa.
Los años 30 avanzan, y desde la ascensión del nazismo al poder comienzan a llegar a Ámsterdam emigrados alemanes que huyen de la persecución: entre ellos, Otto Frank, quien pronto traerá a su familia. Con la anexión austríaca llegan a Miep, como 'aria' austriaca que era, emisarios invitándola a formar parte de los grupos de juventudes nazis en el extranjero. Ella, sabiendo bien temprano lo que significaba la ideología y la práctica nazi, los rechaza -y con ellos los privilegios que traían- con frialdad.
Miep admiraba a Otto, del que siempre habla con enorme respeto y aprecio: primero fue su jefe, luego su amigo y más tarde la confianza llegó al extremo de que Otto la pone al tanto de su plan de refugio y le pide ayuda para llevarlo a cabo. Miep no dudó en comprometerse. Frente a los miles que luego alegaron ignorancia, ellos sabían bien lo que los traslados y las desapariciones de judíos significaban.
Miep acompañó a los Frank al escondite y allí los dejó. Sería, con su marido y un par de personas más, la encargada de hacer posible la supervivencia en 'la casa de atrás'. Era ella la encargada de obrar el milagro de conseguir, en medio de las restricciones y los racionamientos, comida para todos; era ella la que traía los libros de alquiler que alimentaban la infinita curiosidad de Ana; y era ella la de las visitas constantes que llenaban -y lo sabemos por la propia Ana- el escondite de noticias de los vecinos y amigos, de algunos minúsculos regalitos, de aire fresco y de alegrías imposibles.
Es Miep la que propone a los ocultados la entrada al refugio de un último amigo en peligro y Otto le comunica, tras serias deliberaciones, la decisión: «Donde comen siete, bien pueden comer ocho». Miep y su marido aún pueden ayudar a otra mujer a ocultarse en una casa de campo y llegan a acoger en su misma casa a un joven estudiante, un total desconocido, perseguido por no someterse al juramento de fidelidad a Hitler. Miep sacrifica su comodidad y su seguridad de 'aria' con recursos, arriesga su vida de forma constante, día tras día, durante más de dos años.
Miep ayuda por la sencilla razón de que otros lo necesitaban, tal vez de la misma forma que a ella la habían ayudado unos desconocidos extranjeros sin preguntar nada veinte años atrás. No son pocos los que en nuestro entorno acogen hoy, tal vez en circunstancias menos trágicas pero con esfuerzos y desprendimiento comparables, a posibles futuras 'mieps' venidas algunas de muy lejos y otras de más cerca. Puede servir este relato para reconocerles a ellos también su generosidad.
Miep insistía hasta la semana pasada, con la modestia de los más grandes, en que simplemente hizo lo que le correspondía en unas circunstancias un tanto difíciles. Su libro comienza así: «No soy ninguna heroína. Me encuentro al final de una muy larga fila de buena gente holandesa que hizo cuanto pudo o más -mucho más- durante aquellos oscuros y terribles años (.). Más de 20.000 holandeses ayudaron a ocultar a judíos y otras personas en necesidad durante aquellos años. No fue suficiente. No hay nada especial en mi caso. Nunca busqué una atención especial. Solamente estuve dispuesta a hacer lo que se pedía de mí y me pareció necesario en cada momento».
Con motivo de su centenario Miep escribió un nuevo epílogo a su libro. Quitándose mérito y con una sencillez infinita concluía su legado: «He sido muy afortunada. Vine de lejos y he sobrevivido a la guerra. He sido agraciada con una larga vida. Todavía puedo pensar bien y mi salud -considerando mi edad- es buena. Por alguna razón tuve la gran oportunidad de encontrar y custodiar el diario y de poder así llevar el mensaje de Ana al mundo. Nunca sabré por qué».
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