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MIGUEL A. ROJO
Viernes, 6 de noviembre 2009, 03:50
Que un bareto sin ínfulas sobreviva cien años con buena salud es una feliz rareza hostelera, tal y como está el sector. Y es que va hoy uno a tomar un café y se encuentra con el cartel de 'se vende' o 'se alquila'. La hazaña la ha conseguido el 'Gurugú' de Logroño. A ver, sitúense: calle Los Yerros, entre Muro de Cervantes y Avenida de Navarra.
La pomada política, la empresarial, las gentes de la zona y algunos que transitaban por ahí arroparon a los dueños cuando se descubrió una placa conmemorativa entre la indisimulada emoción de Begoña, Demetrio y Santiago, siempre a pie de barra.
Este local es casi más vetusto que Matusalén. Cuando abrió acababa de inaugurarse el tren Haro-Ezcaray, Fermín Álamo destapaba su maestría arquitectónica y Cocherito se batía con la espada en la plaza de toros logroñesa.
Mentidero de caza y pesca, refugio de tratantes y de chóferes de La Estellesa, así como parada obligatoria en días feriados. 'Del Gurugú a los toros y de los toros al Gurugú', se oía decir a modo de machacona cantinela. Hasta Arruza y Manolete hicieron parada y ronda después del trajín torero.
Fue y sigue siendo un rincón con casta, en el que siempre florecieron buenas partidas de mus o 'subastao', algunas tan largas y gritonas que el sereno de antaño las finiquitaba por las bravas.
La historia del 'Gurugú' homenajea al monte melillense en el que se libró una cruenta batalla con los rifeños. Allí estuvo su primer propietario, un emprendedor de Hormilla.
En el bar se ha fumado picadura con ahínco, han proliferado las hablillas urbanas, se ha brindado mil veces por cualquier cosa con el pretexto de la libación, se han muñido bulos, cerrado negocios de menor y mayor cuantía, no ha faltado alguna voz bronca a destiempo, se ha comentado sucederes y se ha polemizado hasta el agotamiento entre belmontistas y gallitos, por un poner.
Ha sido durante una centuria, acaso sin saberlo, notario del alma logroñesa. Y ahí lo tienen, vivito y coleando, con su legión de clientes incondicionales, enganchados a sus pinchos de fundamento, siempre subliminales: orejitas de cerdo, sardinas con guindilla, atún con bonito. Gloria bendita.
Un crianza de Vivanco cerró un acto sencillo. No podía ser de otra manera. «Aprendí a montar en bicicleta en la bodega de Los Tinos», recordó Demetrio.
Entonces se recenaba al aire libre y, si había bulla, la autoridad desviaba la jarana a la Glorieta. Años en los que se vivía barato.
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