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Un cubano atraviesa una calle inundada con su hijo sobre los hombros. / AP
La vida en el huracán
MUNDO

La vida en el huracán

Los cubanos han aprendido a convivir con las visitas periódicas del 'bicho' y lo combaten gracias a un simple pero eficaz entramado ciudadano de seguridad

MILAGROS L. DE GUEREÑO

Domingo, 14 de septiembre 2008, 05:22

El sol brilla en el firmamento, las playas, los autobuses y las tiendas están abarrotadas de gente, y el sudor se mezcla con la humedad del ambiente. Entre junio y noviembre no suele faltar un breve chaparrón vespertino que contribuye a caldear más el entorno. Es así hasta que el servicio de meteorología lanza la voz de alarma: ¡viene un huracán!

La mayoría de las veces, al final, el fenómeno meteorológico se desvía o se desintegra. Eso hace que a algunos, fundamentalmente en aquellas naciones caribeñas que no cuentan con una Defensa Civil demasiado estructurada, les pase como en la historia de 'Pedro y el Lobo'. Por la asiduidad con que padecen huracanes se confían y al final se los come el ciclón.

En Cuba la dramática experiencia que dejó 'Flora' en 1963, cuyas inundaciones segaron la vida a cerca de 2.000 personas, sirvió para que tres años después se creara el sistema de la Defensa Civil. Este organismo estaba pensado inicialmente para tiempos de guerra, pero hoy en día tiene un papel determinante en la organización de las medidas de prevención.

Desde que el Centro Nacional de Pronóstico tiene constancia de que se aproxima un huracán que podría alcanzar la isla, se crea una organizada cadena de mando para establecer las medidas de prevención y conocer las características del huracán. El primer paso es avisar al Estado Mayor Nacional, que depende del ministro de las Fuerzas Armadas. A partir de ahí, durante varios días se informa a la población de la proximidad, la dirección y el posible poder destructivo de la tormenta tropical. A la inquietud y la curiosidad del primer momento, le sigue la alarma cuando se confirman los peores temores. Entonces empieza la lucha por intentar protegerse.

Sólo hacía una semana del paso de 'Gustav' cuando 'Ike' hizo saltar de nuevo las alarmas. «De pingaaaaa», fue la palabrota barriobajera que soltó una culta y elegante doctora cuando se enteró que una nueva tormenta venía derecho hacia La Habana. «Éste nos va a destrozar», agregó alterada. Mientras, su amiga y vecina María Delgado se compungía, aunque no dudó en afirmar que lo sentía por los vecinos de Pinar del Río, «pero mejor que se vaya para allá porque si pasa por aquí (La Habana) acaba con todo».

Y es que los cubanos todavía estaban conmocionados por los ingentes destrozos de 'Gustav' y en todas partes se hablaba de cómo ayudar a los damnificados. Vecinos y distintas organizaciones, como los Comités de Defensa de la Revolución (CDR) y la Federación de Mujeres Cubanas (FMC), recogían ropas, zapatos, alimentos, muebles o colchones, papel y cartón para echarles una mano.

Cuba no se había repuesto del 'monstruo' cuando asomó sus fauces por el oriente el quinto gran ciclón de la temporada. La tensión y el nerviosismo se desataron en la mayor de las Antillas, como cada vez que anuncian la presencia de un tifón sobre la isla, y la gente abarrotó las tiendas para proveerse de alimentos de primera necesidad, agua y combustibles. «Es terrible. Cada vez que hay aviso de ciclón, esto es un infierno. La gente se pone muy nerviosa y quiere acaparar de todo. La tienda queda pelada», aseguraba Juan M., un flemático cajero de supermercado. «Lo mejor es tener velas. Éste viene enorme y podrían cortar la luz mucho tiempo, entonces ni las pilas ni las lámparas recargables sirven», comentaban dos clientas en la tienda de electrodomésticos de Cubalse, en Miramar. «Lo malo es la comida. No se puede comprar nada que vaya a caducar», explicaba la otra mujer.

Cuatro fases

Conforme 'el bicho' se acerca, la Defensa Civil activa paulatinamente diferentes fases, cuatro en el peor de los casos. En primer lugar, se lleva a cabo un período informativo durante el cual se le sigue la pista al huracán, pero sin que ello altere la vida cotidiana. Es en la fase de 'alerta' en la que se llevan a cabo los preparativos para recibir la tormenta. Se organizan evacuaciones, se preparan albergues, se limpian desagües, se desplazan generadores eléctricos a hospitales y los partes meteorológicos y los avisos de la Defensa Civil son mucho más habituales.

Cuando faltan pocas horas para el paso del ojo, se decreta la fase de 'Alarma'. A partir de ese momento, se suspenden los transportes públicos, las clases y la mayoría de los trabajadores regresan a sus hogares. La Policía y el Ejército patrullan para proteger de los amigos de lo ajeno las viviendas evacuadas y para prevenir accidentes.

Mientras, los evacuados saturan los albergues y se despiden de su privacidad. Camas en hileras, mesas compartidas, madres amamantando a sus hijos ante la mirada del resto. «Aquí estamos seguros, nos dan de comer y no nos falta nada, aunque preferiríamos estar en la casa», coinciden la mayoría de los desalojados. Quienes se quedan en sus casas, intentan asegurarlas lo mejor posible. Después no hay nada que hacer. Sólo esperar.

A medida que pasan las horas, aumenta la fuerza del viento, que pasa de soplar a tronar. Los cristales tiemblan y el torbellino se cuela por los travesaños de las ventanas 'Miami', típicas del trópico, que permiten dejar pasar el aire pero limitan la entrada del sol. Las rachas hacen que árboles de grandes troncos parezcan figuras de gelatina. Algunos quedan reducidos a astillas.

Sólo en la ciudad de La Habana, 'Ike' arrasó unos 4.500 árboles y derribó 475. A ello hay que sumar los 138.000 metros cúbicos de basuras que originaron las ramas caídas, los derrumbes y los escombros.

Cuando los vientos sobrepasan los 70 kilómetros por hora la compañía eléctrica suspende su servicio. Mientras, los coches con altavoces dan una última vuelta con recomendaciones para los vecinos, como no tocar cables caídos, evitar cruzar ríos y calles inundadas o proteger los cristales.

Durante el tiempo de emergencia, se prohíbe la venta de bebidas alcohólicas, salvo en los hoteles, para evitar envalentonamientos artificiales que induzcan a cometer peligrosas imprudencias. Algo que no disuade a los 'expertos' en este tipo de fenómenos, quienes compran antes el ron o las cervezas con los que acompañar los juegos de mesa y la conversación familiar, que a veces aumenta el número de miembros con hijos, nietos, amigos o vecinos que buscan refugio en viviendas más seguras.

Pero incluso en medio de un ciclón la vida continua. Doralva Dalcour estaba a punto de que los médicos le practicaran una cesárea cuando el viento arrancó el falso techo del salón del hospital. Fue entonces cuando decidió cambiar el nombre de su hijo David, al que le antepuso el de Gustavo. «Las rachas eran tan fuertes que lo tumbaron todo y abrieron la puerta. Me pasaron para el cuartico de recuperación, pero los cables empezaron a tirar chispas». Sin duda, una auténtica batallita que contar a los nietos.

No obstante, a pesar de las precauciones de las autoridades, las terribles garras de 'Ike' arrebataron 7 vidas, aunque a juzgar por los destrozos de no ser por las medidas preventivas y las evacuaciones masivas de 2.615.794 personas, probablemente los muertos hubieran sido muchos más. Así sucedió en Haití donde cerca de 800 personas murieron a causa de tres ciclones en tres semanas.

Trabajo codo con codo

La última etapa es la de recuperación, que arranca cuando las autoridades declaran oficialmente que el peligro ha pasado. Entonces, se hace recuento de los daños y las calles se llenan de un enjambre de gente voluntariosa que, como los integrantes de una colmena, arriman el hombro a los soldados para recoger ramas y escombros y depositarlos en camiones militares, excavadoras, palas o maquinaria pesada.

«Un ciclón es mucho peor que una guerra. En una guerra uno se puede defender, pero ante el huracán uno se queda impotente, sólo puedes permanecer encuevado y esperar que no haga demasiado daño», resume Juan Lázaro Ortiz, un barrendero ocasional vecino de Centro Habana, una de los barrios habaneros en los que hay mayor peligro de que se produzcan derrumbes.

Por su parte, Teresa Fleites, asegura: «Todos los vecinos nos incorporamos para la recuperación». Uno o dos días después la ciudad comienza a recobrar la normalidad. Pese a todo, la ausencia de luz, agua y teléfono hacen la vida cotidiana cuesta arriba.

«No necesito mucho, pero hay cosas a las que cuesta renunciar, como una ducha. Eso de ir mojándome por partes no me gusta nada», reconoce Amada, revolucionaria de 70 años. Sin embargo, esta anciana tiene la suerte de no vivir en alguna de las zonas más vapuleadas por el ojo. Algunos llevan 15 días sin esos servicios y van a necesitar mucho más tiempo y esfuerzo antes de volver a tener los servicios mínimos.

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