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De izquierda a derecha, Álvaro Ruiz con su mujer Soraya Pereda y con Venancio Díez, que acompañan a Aratz Pereda, Ander Ruiz y Egoitz Pereda, mientras el abuelo José Manuel toca el bombo.
Una familia fiel a la Retreta

Una familia fiel a la Retreta

Tres generaciones de la sociedad Celedón tocarán en la Tamborrada de adultos y en la ‘txiki’ para seguir una tradición que pasa de abuelos a nieto

Daniel González

Jueves, 27 de abril 2017, 11:19

Para José Manuel Pereda conseguir que sus nietos se apuntasen a la Tamborrada infantil se convirtió hace años en una prioridad inaplazable. No en vano, estar presente en este acto -en su caso, en la de los adultos- se había convertido en una tradición familiar que debía continuar con los txikis de la familia. Y para lograrlo, recurrió a una técnica muy sutil. «En el coche siempre llevo música de la Tamborrada vitoriana y se la pongo cuando van conmigo. Desde pequeños ya les metía la idea en la cabeza», reconoce con una sonrisa. En el momento en el que los veía marcar el ritmo con los dedos sabía que lo había logrado «y que lo íbamos a poder meter rápidamente».

El primero en caer fue Egoitz, hace cuatro años, y su hermano Aratz no tardó en seguir sus pasos. Y con dos añitos su primo Ander se hizo incondicional del tambor. Los tres pequeños son la tercera generación de una familia muy fiel a la Retreta, porque antes, la hija de Pereda, Soraya, entró con 18 años, primero de majorette y después de cantinera. Y, cómo no, poco después su marido Álvaro Ruiz se sumaba a la tradición familiar. Así que este veterano miembro de la sociedad gastronómica Celedón -toda la familia es socia- puede sentirse orgulloso de sumar siete familiares a esta fiesta. Porque para él, entrar en tan importante evento fue el «mejor regalo» que pudo hacerle su cuñado, Venancio Díez.

Para José Manuel, el lío empezó en 1986. «Desde entonces no he fallado ni un año», asegura. «Si (Venancio) me llega a dar dinero, no le habría apreciado tanto como por esto, porque la Tamborrada vitoriana es fabulosa. Para mí, la mejor», asegura. Y eso que durante cerca de tres lustros fue como invitado a la de San Sebastián. «Fue una ilusión tremenda». Pero a la hora de escoger, barre para casa. Con el bombo a cuestas, cada año marca el ritmo en la plaza de la Provincia. A sus 62 años, no imagina el momento que deba dejarlo. «Espero seguir todo lo que pueda. Siempre que me dejen», bromea. Además, siempre se ha esforzado en sumar a más familiares, y cuando alguno se daba de baja enseguida cubría su vacante. «Los que entran por los que salen», asegura, con la vista puesta en superar los ocho miembros.

34 años saliendo

El propio Venancio no podía imaginar que la invitación a su cuñado se convertiría en toda una saga de tamborileros. Después de 34 años saliendo en la Tamborrada con su barrilete, el orgullo de ver lo que ha logrado es su mayor recompensa. Su primera vez en la plaza fue tan emocionante que acabó enganchado y metido de lleno en la comisión organizadora. «Ahora ha crecido mucho y hay muy buen ambiente en las sociedades», reconoce. Con más de 400 personas marcando el ritmo de la Retreta cada año, para él vivirla desde dentro es un privilegio. Y con 66 años tampoco piensa en retirarse, aunque el relevo está asegurado. Quizá por el compartimento secreto de su instrumento, donde esconde una poción secreta muy fresquita: pacharán casero «para mí y los de alrededor».

En el caso de Soraya y Álvaro la satisfacción es triple al ver a su hijo Ander encarar su segundo año en la Tamborrada. Ella tuvo que esperar al año 2000, cuando cumplió los 18, para cumplir su sueño. «Y ahora el peque y sus primos ya están metidos», celebra. En el caso de su marido Álvaro, al entrar a formar parte de la familia primero le llevaron a la sociedad gastronómica. De ahí saltó, en 2006, a la Tamborrada, y fue la prueba de fuego con el barril. Consciente de la importancia familiar, «ese primer año fue muy especial. Lo viví con incertidumbre de qué debía hacer y si se notaría mucho si salía mal El resto de años ha sido todo más natural», evoca. Y ahora no imagina un San Prudencio sin ponerse el traje.

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