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Hay dos componentes fundamentales en el comunicado de ETA, fechado el 8 de abril y ahora comunicado a la opinión pública. El primero, que en esta desaparición por fascículos de que habla Urkullu, el paso decisivo está ya dado: ETA va a desaparecer sin lugar a dudas y esto, a pesar de ser algo seguro desde hace tiempo, constituye una gran noticia. El segundo, que con una habilidad siniestra, la organización terrorista se las arregla para mantener bajo la superficie algunos de sus planteamientos y se permite a estas alturas ejercer de tribunal de la historia, y además, sugerir explicaciones encubridoras de su responsabilidad. Desprecia en apariencia la batalla del relato y sin embargo sigue echando leña al fuego en este terreno. Algunas de las primeras reflexiones sobre el comunicado son ilustrativas de la eficacia de esta última trampa de los etarras a la sociedad que ha sido el campo y el objeto de sus crímenes, y que no es solo vasca, sino también española.
El estilo es, como tantas otras veces, definitorio de una posición ideológica. El adoptado por esta ETA agónica nos remite al campo de la religión, en el sentido del análisis ofrecido ya hace tiempo por la investigadora Izaskun Sáenz de la Fuente, explicando que nos encontrábamos ante una «religión de sustitución», comparable –añadimos– en sus efectos a la del yihadismo. Una determinada doctrina política o religiosa, en este caso mediante una transferencia de sacralidad operada a partir de una concepción militante –y martiriológica– del catolicismo, legitima el salto dado por el nacionalismo sabiniano desde una doctrina de odio a España hasta desembocar en una práctica del exterminio sistemático del «enemigo». Concepto este asimismo incorporado obsesivamente al arsenal de ideas de raíz religiosa en nuestro país.
El comunicado es una prueba inmejorable de hasta qué punto esa transferencia de sacralidad sigue operando en la mentalidad etarra. Las décadas del terror constituyen, a su entender, un tiempo en que desgraciadamente tuvo lugar «el sufrimiento desmedido de un pueblo». Es, pues, una cuestión de «dolor» y en este sentido, con el patriotismo penetrado de caridad cristiana, «ETA reconoce la responsabilidad directa que ha adquirido en este dolor», con la lucha armada (sic) «hemos provocado muchos daños que no tienen solución» –es verdad, los asesinados ya no resucitan–, y ETA pide perdón, como veremos a los suyos y exclusivamente al pueblo vasco, por esa producción sistemática de la muerte.
Hasta aquí, el texto es aceptable en líneas generales, pero ya cabe advertir cómo la denotación –ETA causa el sufrimiento de un pueblo y solicita el perdón por ello– está acompañada de connotaciones que en gran medida desvirtúan ese discurso y apuntan a la autojustificación. Y lo que es peor, a seguir manteniendo que ETA, antes terrorista, ahora contrita, con atrición, no con contrición, sigue considerándose la expresión legítima de ese pueblo vasco al que involuntariamente perjudicó.
El texto responde a una estrategia del discurso que durante mucho tiempo fue calificada de «jesuitismo», con evidente olvido de la complejidad del pensamiento ignaciano.
Hace un par de días pude contemplar en el claustro verde de Santa Maria Novella, en Florencia, la magnífica exaltación de la orden dominicana, obra de Andrea Bonaiuto, con una construcción arquitectónica, consolidada, donde los santos de la orden atizan a sus miembros, representados por perros blanquinegros, uniformados al modo de las camisolas de los equipos de fútbol, para que se lancen sobre herejes e infieles. La lucha ignaciana contra «el enemigo» no fue menos rigurosa, pero sí más sutil. El uniforme figuraba en las almas de los militantes, sirviéndose de la inteligencia para evitar ser eliminados por su visibilidad, y para desarrollar una lucha de larga duración, donde ese enfrentamiento con el enemigo incluyese no solo el ataque inmediato, sino la captación de sus argumentos a efectos de presentarle como verdadero causante de la violencia, terror nunca nombrado en nuestro caso.
«Suaviter in modo, fortiter in re», máxima de Quintiliano, recuperada por un general de la orden en el siglo XVI, sirve de patrón al texto que nos ocupa. Con el propósito de reforzar el componente religioso-político, el comunicado dirigido tanto a los creyentes como a todos los fieles, ETA añade al texto una «nota explicativa», cuyo objeto no es otro que lograr el convencimiento de sus buenas intenciones, orientadas a lograr que reconociendo el «daño causado» resulte posible, una vez absueltos los etarras de sus propios pecados, «seguir adelante». Recordemos el Jotaké.
Tanto el comunicado como la nota explicativa están sembrados de correcciones engañosas. La primera es que solo sufrió el pueblo vasco; los españoles que murieron o acabaron inválidos por culpa de sus atentados, no cuentan. La segunda es que ETA se inscribiría en una onda larga de sufrimiento del pueblo vasco, con el bombardeo de Gernika por emblema. Argucia inteligente: es cierto que el bombardeo de Gernika fue el emblema del sufrimiento del pueblo vasco, pero ese sufrimiento fue también compartido por la mayoría de los españoles, quienes en su lucha por la democracia en los setenta, al lado de tantos vascos, se opusieron desde el principio al terrorismo. Y ETA no nace de ahí, sino de la «pureza doctrinal», de Jagi-Jagi.
Por encima de todo, la distinción operada por ETA-juez entre quienes fueron víctimas «sin responsabilidad alguna» y los que al parecer tenían ya comprado el billete de víctimas culpables, marca la divisoria entre un ejercicio real de arrepentimiento y lo que es la voluntad de seguir en la condición de muertos vivientes –políticos, claro–, manteniendo su presencia simbólica sobre la sociedad democrática vasca.
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