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guillermo balbona
Jueves, 4 de febrero 2016, 18:29
Es imposible no sentir un latigazo visual con esa geografía humana del sufrimiento que desprenden las imágenes de 'La Madre' de Pudovkin. Tampoco puede eludirse un desgarrado alumbramiento de conciencia a través de la visceralidad de la masa incontenida en 'Furia' de Fritz Lang. Entre el hallazgo, el azar y el talento el cine ha salpicado el mundo de imágenes que superan el icono y el mito para instalarse en planos de sensaciones. Es un estado intermedio entre el rodaje y los lugares donde fabricaron las ficciones, la sala y la memoria visual del espectador. En esa tierra de nadie han aflorado subtramas, relatos, resplandores y rutas de fascinación que prolongan el lenguaje del cine más allá de la proyección. Ese cine experiencia es el que rescata ahora Alejandro González Iñarritu en una aventura que abruma por su paisaje fundacional y su inmersión en la naturaleza más pura y, al tiempo, por su implicación metafísica, simbólica en una especie de parábola metafórica manufacturada en la obsesión, crecida en el viaje interior y alentada por un decidido descenso a los infiernos de la venganza y la violencia.
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'El renacido' propone su primera hoja de ruta sensorial en los contrastes. En su frialdad arde un fuego interno que se ve muchas veces pero no se toca. Por contra, contiene vehementes rasgos de irracionalidad que empapan de aire caliente el trayecto físico y emocional del protagonista. Un camino, una constante querencia por adentrarse en el entorno, como periferia de cada hecho emocional, que el cineasta de 'Birdman' convierte en igual de exigente para el espectador.
Quizás por ello hay escenas que duelen. La textura naturalista de Iñárritu nunca es documental. Logra que el verismo, la visión National Geographic 2.0 apenas esté reñida con su intensidad ficcional, su desgarradura narrativa. Como en 'El corazón de las tinieblas' aquí el latido, aunque blanco y níveo, es de aliento primario.
Lo que nos reconcilia en 'El renacido' es esa primitiva, salvaje, atávica mirada del hombre en la naturaleza. Lo que nos provoca es esa redención de bosque y nieve, de dominador y dominado, de trampantojo natural y artificio imaginativo. La revelación expresiva de 'El renacido' radica en que todo es físicamente asumible, extrañamente familiar al quedar aturdidos por un paisaje hipnótico, jubilosamente efervescente y vital pese a los '21 gramos' de la muerte que mide amenazante cada paso.
En la superficie de 'El renacido' como en 'Apocalypse now', todo acecha: la flecha silente que se clava inexorablemente; la tragedia/terapia de la naturaleza enemiga y amiga; el camino equivocado y corregido por el azar o el destino; la indefensión y la traición como equipajes de un canon impostado para lograr consumar el objetivo.
Favorita en los Oscar con sus doce candidaturas, el perfil iniciático de este explorador/cazador/guía entre pieles y nativos, entre osos y caballos, entre mercenarios y temporales, se inspira en Hugo Glass, para trazar una historia de supervivencia, sobre la novela de Michael Punke, 'The Revenant: A Novel of Revenge'. Un discurso apenas habitado por palabras que contiene reminiscencias de Jeremiah Johnson, la atmósfera de locura pasional de 'Fitzcarraldo' y Lope de Aguirre, de digestión fantástica a lo Tarkovsky y Herzog, entre Derzu Uzala y Conrad.
Épica sin perder nunca la brújula de lo próximo, vinculante con la búsqueda de lo asombroso, la cinta de Iñárritu es expedición de vida y muerte, pero también Nuevo Mundo, madre naturaleza, pasaje y paisaje. Territorio ignoto, duelo entre un incipiente capitalismo y el trueque como economía sintética y directa, el filme se apropia de otra pose estética al retratar la primera incursión del hombre blanco en la población indígena.
Cauce, río, caudal, senda, márgenes, la metáfora, lo ritual y lo simbólico acompañan la epopeya intimista, vengativa y pasional, de rencor y muerte, de entraña y víscera, que Iñárritu aborda como un poseso, convocando a un aquelarre de fisicidad y cercanía, de incomprensión humana y de significación del individuo, de insignificancia del hombre frente a la inmensidad de la naturaleza. La utilización de una nueva cámara y, por ende, una tecnología innovadora en la visualización de los planos, ha permitido al realizador mexicano transmitir una sensación más poderosa de inmersión en las situaciones.
Más allá del ejercicio técnico, el filme comunica una empatía basada en una percepción finalista del mundo como si a cada paso argumental surgiera una señal que indicara la salida a ninguna parte. En ese vértigo, en el bucle existencial, casi místico, ceremonial, donde el filme se asemeja al primer Malick, nace el rito cinematográfico que otorga una identidad especial a 'El renacido': la conexión inasible entre sus meses de rodaje convulso en un paisaje canadiense, los motivos del protagonista un Leonardo DiCaprio entregado a la causa y moldeado en el entorno y a la exploración decidida de un género, el western, que aquí es muchos otros, hasta pervertir la mirada.
'El renacido' tiene tanto de representación como de planificación extrema y en ese límite inasible de fronteras entre lo real representado y la ficción realista subyace una ráfaga de tiniebla, ensoñación y castigo. El cuerpo del actor, el nuestro por extensión, complicidad o rechazo, es vapuleado por su propia soledad primigenia.
Y en ese rumbo existencial del salvae Oeste del siglo XIX aflora el verdadero trayecto, el del padre hacia el hijo, uno de los temas más transitados por el cine del presente. El director de 'Babel' combina la inmediatez visual con la intimidad emocional, mientras se regodea en los límites del clima y exprime la capacidad de aguante físico y resurrección moral. Un recorrido por el mapa humano cuando es despojado de todo. Dignidad y fe como piquetas que se abren paso entre la brutalidad y el civismo. Y al fondo, lo desaforado, ese punto final de la existencia en estado puro. Lo que fascina al cabo es la sutil frontera entre la fragilidad y el sueño interior que permite aferrarse a la vida.
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