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Fermín Apezteguia
Domingo, 6 de noviembre 2016, 00:18
Con las mentiras pasa como con las imágenes violentas. La primera vez que las ves te sorprenden, pero con el paso del tiempo el impacto es cada vez menor, aunque el nivel de violencia sea mayor. Un equipo de científicos de Reino Unido ha demostrado con una investigación cuyos resultados se han publicado en la revista 'Nature Neuroscience' que la repetición del engaño hace que el cerebro se vuelva insensible ante cualquier falsedad. Los mecanismos que regulan este proceso serían los mismos, según algunos especialistas, que los que llevan a un bandido a cometer cada vez peores fechorías o a un líder político a justificar lo injustificable; y, encima, creérselo.
Un equipo de la University College de Londres escaneó el cerebro de 80 voluntarios, mientras participaban en tareas en las que mentir les permitía obtener beneficios personales, según detalla el servicio de noticias SNIC, del Ministerio de Economía. Durante los trabajos, los investigadores descubrieron que la amígdala, una parte profunda del cerebro asociada a las emociones- se activaba cada cuando las personas mentían para lograr un beneficio. Sin embargo, esa respuesta de la amigdala ante la mentira era cada vez menor con cada nuevo engaño, a pesar de que las patrañas eran cada vez mayor.
El psicólogo Tali Sharot, uno de los investigadores principales del trabajo, tiene una teoría que lo explica. «Cuando mentimos afirma, nuestra amígdala produce una sensación negativa que limita el grado en que estamos dispuestos a mentir. Sin embargo, esta respuesta se desvanece a medida que continuamos mintiendo y cuanto más se reduce esta actividad más grande será la mentira que consideremos aceptable. Esto conduce a una pendiente resbaladiza donde los pequeños actos de insinceridad se convierten en mentiras cada vez más significativas». Es decir, que cuanto más mentimos, más inmunes nos hacemos a la mentira.
El juego del engaño
El trabajo que llegó a esta conclusión se realizó con voluntarios con edades comprendidas entre los 18 y los 65 años. Todos ellos participaron en un juego, que consistía en adivinar el número de monedas que había en un tarro de vidrio. Después debían enviar sus cálculos por ordenador al resto de participantes. La experiencia se llevó a cabo de diferentes maneras, con el fin de ver cómo los participantes iban asumiendo cada vez un nivel mayor de falsedad. Al principio, acercarse lo más posible a la cifra exacta de monedas beneficiaba a todos los concursantes, tanto al que acertaba como al resto. Después, según se iba complicando la cosa, quedarse por debajo o por encima del número real iba beneficiándoles cada vez más y perjudicando en igual o similar medida al resto de compañeros.
«Hemos estudiado la falta de sinceridad», reconoció el autor del trabajo, «pero el mismo principio podría aplicarse a la progresión de otras acciones como los actos de riesgo o los comportamientos violentos». La exposición a un peligro ha de ser cada vez mayor para que la emoción que se siente por algo así sea siempre, cuando menos, la misma. Con la violencia, por desgracia, pasa lo mismo.
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