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J. GÓMEZ PEÑA
Miércoles, 13 de mayo 2015, 18:01
En las fotografías y vídeos de la Alemania nazi se ve un mundo ordenado, estricto, cargado de orgullo patrio. Siempre hay banderas, jóvenes con la mirada cargada, brazos en alto... Todos a una. La parafernalia nazi viste camisa parda, pantalón de montar, botas de media caña y brazaletes con la esvástica. '¡Heil Hitler!', corea la masa. Escuchar hoy esas dos palabras escalofría. Alemania entera aparece en las imágenes con el brazo en alto, bien alimentada con odio por su líder. Era un gesto mecánico, obligatorio desde la escuela. Alumnos y pronto soldados. En una de esas fotografías, tomada a mediados de los años treinta, se ve en el velódromo de Hannover al vencedor de aquel campeonato de Alemania de ciclismo en pista. Los que le rodean, marciales, elevan al cielo el filo de su mano derecha. Y él, Albert Richter, la mantiene pegada a las piernas que le hicieron el mejor corredor germano de su época. Fue eso y mucho más: un alemán que no renunció a la amistad con su entrenador judío y que, brazo abajo, desafió a Hitler.
Le costó la vida. En enero de 1940, cuatro meses después del inicio de la II Guerra Mundial, fue detenido en la frontera con Suiza. Se iba de aquella Alemania enloquecida; se marchaba de su ciudad, Colonia, donde sólo iban a sobrevivir mil de los 20.000 judíos que la poblaban. Llevaba un par de esquíes, su bicicleta y una maleta con dinero para un amigo judío. La Gestapo, avisada a tiempo por un chivato, le detuvo. Los nazis llevaban tiempo tras él, esperando una excusa para cortarle aquella mano que se negaba a levantar. Al parecer, Richter fue traicionado por un entrenador alemán y ario al que había rechazado. Tres días después de ser arrestado, apareció muerto, ahorcado, en su calabozo. Tenía 28 años. La Gestapo impuso la versión oficial: Richter, avergonzado por su comportamiento, por ayudar a los judíos, se había suicidado. La Federación de ciclismo alemana, fiel al regimen, publicó un comunicado en el que escupía sobre la tumba del traidor: "Su nombre se ha borrado de nuestra memoria para siempre". A los padres del ciclista les recomendaron silencio. Llorar y callar. La banda sonora nazi lo ocupaba todo. Tierra sobre Richter, el amigo de los judíos.
Entrenador judío
Pero Richter, con el final de la guerra y la derrota nazi, resucitó con el recuerdo de los suyos, en especial el de su entrenador judío, Ernts Berliner, que, milagrosamente vivo, regresó a Colonia desde su exilio en Estados Unidos para aclarar la muerte de su pupilo. No le dejaron. La Alemania de la postguerra no quería mirar atrás. Borraron el retrato de los muertos. Era un país de verdugos y de cómplices. Necesiban olvidar. Mejor no revolver el pasado. El dedo índice acusador de la Gestapo tenía buena puntería y Richter era sólo una víctima más. Su historia, sin embargo, ha sobrevivido. Su gesto, mano abajo, es un ejemplo que emociona. ¿Quién se siente capaz de hacer algo así? Hoy, el velódromo de Colonia lleva su nombre. Y en Alemania está prohibido por ley levantar la mano al estilo nazi. La victoria de Albert.
Richter nació en 1912, dos años antes de la I Guerra Mundial. Creció en un país derrotado que respiraba humillación y rencor. Apenas pasó por la escuela. Con 15 años ya iba al taller de artesanía donde trabajaba su padre. El ciclismo de pista era entonces muy popular. El público llenaba los velódromos, de día y de noche. Sesiones canallas. Humo, chicas y apuestas. Las bicicletas estaban de moda en toda Europa. Richter, a espaldas de su padre, se apuntó en un club ciclista. Eligió su manera de vivir. Y acertó: tenía talento. Era potente y veloz. En 1932 asombró en el Gran Premio de París. Allí se fijó en él un viejo ciclista alemán y judío, Berliner, que ejercía ya de entrenador. Buscaba una estrella. Conectaron. Berliner siempre quiso tener un hijo varón. Albert se convirtió en su ahijado. Se integró en la familia de su técnico. Su segundo hogar. Berliner le preparaba, le enseñaba y le alimentaba con kilos de carne cruda, la dieta de los campeones.
Mientras Richter conquistaba los velódromos de Europa, Alemania se metía en las fotografías del regimen nazi. En las escuelas se enseñaba física alemana, matemáticas alemanas... En las plazas se levantaban piras para quemar libros judíos con el combustible del rencor. Los judíos no eran ni el 1% de la población, pero uno de cada tres premios Nobel del país era judío. Los nazis no soportaban el éxito de esa 'raza inferior'. La vieja cepa aria tenía que acabar con aquello. Y nada mejor que el deporte para mostrar la superioridad del alemán puro. Los Juegos Olímpicos de Berlín de 1936 fueron un desastre para el mundo: Alemania arrasó, pudo con Estados Unidos. Más banderas, más esvásticas. La mano arriba. Al galope hacia el abismo de la guerra.
Un alemán que abrazaba a los judíos
Ritcher era ciclista profesional y, por eso, no participó en la cita olímpica. Su vida, nómada, rodaba por los velódromos de Francia, Holanda y Bélgica. Sus mejores amigos eran un corredor francés, Gerardin; el belga Scherens, y Berliner, su entrenador judío. Ese círculo era insoportable para los nazis. Para colmo, en los campeonatos nacionales celebrados en Leipzig, Richter se negó a llevar la esvástica en el maillot. Fue el único que compitió con la vieja águila imperial en el pecho. Otro gesto que, sin saberlo, le encaminaba al patíbulo. La soga se acercaba a su nuca.
En 1937, Berliner, avisado a tiempo por un amigo, huyó a Amsterdam cuando iba a ser purgado por la Gestapo. A Richter le 'aconsejaron' ponerse a las órdenes de un entrenador ario. Desobedeció. Siguió con Berliner. Se les veía juntos en los velódromos franceses. Los nazis apretaban los dientes. Para ellos el deporte era propaganda, un ejercicio para demostrar la supremacía aria. Richter era lo peor: un alemán sin mancha que lograba títulos y éxitos y que, al mismo tiempo, abrazaba a los judíos. Un alemán que no levantaba su mano al paso del 'führer'. Un impuro. Un mal ejemplo a tachar.
Cuando en septiembre de 1939 comenzó la guerra, Richter se echó las manos a la cabeza. La Gestapo le exigía incorporarse a filas, le quería como espía en los velódromos europeos. El ciclista mantuvo la mano pegada a la pierna: rechazó la oferta. ¡Cómo iba a disparar a su amigos franceses y belgas! La Alemania nazi le oprimía, le cercaba. Así que decidió irse a Suiza con su bicicleta y un par de esquíes. En ese último viaje también le hizo un favor a un amigo, judío. Iba a llevarle dinero escondido en la maleta. Según los familiares de Richter, un compañero ciclista o un entrenador despechado le delataron. La Gestapo le esperaba en la frontera. Le ejecutaron. Sellaron el féretro y le enterraron sin testigos. Mancharon su memoria. Dijeron que había sido un suicidio, que Richter se avergonzó al final de su amistad con los judíos y que purgó su culpa ahorcándose. Así quisieron borrar los nazis el recuerdo del ciclista que desafió a Hitler. También han perdido esa guerra.
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