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virginia melchor / iñaki juez
Jueves, 5 de noviembre 2015, 01:48
Hubo un tiempo en el que las pirámides no estaban solo en Egipto. También existían en Artxanda. En el interior de sus características tejabanas rojas no había momias ni nada que diera verdaderamente miedo a aquellos que las visitaban durante su niñez en las décadas de los 70 y 80 del siglo pasado. Todo lo contrario. El parque de atracciones, que abrió sus puertas en el monte bilbaíno en 1974, era lo más parecido a Disneylandia en aquellos años. El sueño hecho realidad de los más pequeños, que podían montarse en un montón de atracciones tantas veces como quisieran. O pudieran, hasta que caían rendidos por el cansancio en brazos de sus padres al final de unas jornadas que se grabarían a fuego en su tierna memoria. Gritos histéricos y risas que permanecerían enlatados en un puñado de recuerdos que se iban deslavazando a medida que se hacían mayores. Como el propio recinto ferial desde que en 1990 cerrase sus puertas ante la imposibilidad de hacerlo económicamente rentable debido a la baja afluencia de público. La Diputación de Bizkaia escribió el pasado 4 de noviembre el epílogo de su triste historia al decidir el definitivo derribo de lo poco que ya quedaba de sus años de esplendor. Tristes amasijos de hierro que en su día sirvieron disfrute para los críos y los mayores que se comportaban como tales mientras caían al vacío desde lo más alto de la montaña rusa.
Y es que el parque de atracciones de Artxanda, que costó 515 millones de pesetas de la época, era una especie de buffet libre de la típica diversión de un día en las barracas de la por aquellos años naciente Aste Nagusia de Bilbao. Pero a lo bestia gracias a sus diez hectáreas de terreno, casi 14 veces la superficie del césped del campo de San Mamés. El recinto ferial, que daba trabajo a 130 empleados, atesoraba muchos más cacharros de los que solían aparecer en las fiestas de la capital vizcaína. Hasta el punto de que a los visitantes más jóvenes les costaba horrores decidirse por alguno de ellos. Uno de los más solicitados por los niños de entonces era el Apolo, que les permitía volar a bordo de sus naves espaciales en una época que coincidió con el estreno de una película de ciencia ficción que también les marcaría de por vida: 'La Guerra de las Galaxias'. Incluso los platillos volantes disponían de cañones láser con los que destruir a las malvadas fuerzas imperiales. Y todo ello mientras sobrevolaban en un cielo bilbaíno en el que se podía tocar con la palma de la mano aquella galaxia tan lejana.
La velocidad que alcanzaba esa atracción para los más pequeños, al igual que los incontables tiovivos instalados por doquier a lo largo y ancho de su superficie, no tenía nada que ver con otras que se dedicaban a balancear con total impunidad a los que se montaban en ellas a golpe de violentos latigazos, como sucedía con el famoso Scanner, la típica plataforma circular que daba vueltas para un lado y para otro y de arriba abajo a los que trataban de permanecer sentados en su interior. Pero el más popular de este tipo de atracciones tenía forma de pulpo y era una barraca giratoria con largas extremidades que resultó muy novedosa por aquel entonces. El cruel cefalópodo parecía reírse de los que osaban montarse en él mientras los sostenía en sus tentáculos de metal. Inventos del maligno especialmente diseñados para provocar mareos y náuseas a los visitantes de estómagos más débiles.
Otros preferían bajar a ras de tierra y competir en otras de las atracciones estrella del parque: un scalextric, el regalo más ansiado por los niños de esos años en Navidad. Pero con una gran diferencia. Y nunca mejor dicho. El de Artxanda era de tamaño real. En unos bólidos que no se salían nunca de la pista gracias a su sistema de railes, los jóvenes pilotos aceleraban a fondo cumpliendo su sueño de ser por un día ese Niki Lauda al que tantas veces veían ganar en las carreras de Fórmula Uno. Para aquellos a los que les gustaban los autos de choque de toda la vida, también podían montarse en ellos tantas veces como quisieran sin temor a quedarse sin dinero para comprar más fichas como sucedía normalmente en las fiestas patronales de sus pueblos. Incluso había unas pequeñas motos para los amantes de las emociones sobre dos ruedas. Y, para los mayores de 16 años, un circuito de karts cuya entrada se pagaba aparte.
Videojuegos y brujas
Por si fuera poco, en los años 80 el parque incorporó su propio salón recreativo en el que se apelotanaban las primeras máquinas de videojuegos. El paraíso para muchos niños que en aquella época empezaban a disfrutar con las aventuras de Mario, Sonic y el resto de personajes que pasarían a la historia del ocio cibernético en una época en la que las consolas y ordenadores domésticos estaban vedados para la mayoría de los tiernos infantes que siempre estaban pidiendo a sus progenitores la salvadora moneda de 25 pesetas para poder seguir con la partida de turno.
Y si a alguien le gustaba pasar miedo, siempre podía acudir al tren fantasma plagado de sangrientos maniquís que se abalanzaban sobre los aterrados ocupantes de los cochecitos cuando menos se lo esperaban. Un pavoroso recorrido de sustos en medio de la oscuridad capaz de producir todo tipo de pesadillas a los más pequeños. Pero si había atracciones en el parque bilbaíno capaz de sorprender a los visitantes no eran otras que las casas encantadas, algunas de ellas decoradas con espejos, en los que grandes y pequeños contemplaban un yo distorsionado en grotescas formas por los efectos ópticos de sus pulidas superficies. En otras, había que salir de un pequeño laberinto de transparentes paredes para evitar ataques de claustrofobia no deseadas. Y no nos olvidemos de la sala de estar cuya mágica disposición hacía verdaderamente dificil mantenerse de pie y mucho más atravesarla sin tambalearse para llegar a la puerta que conducía al exterior donde la vida no se comportaba como un sueño que parecía sacado de un capítulo de 'Alicia en el País de las Maravillas'.
Pese a todo, nada podía competir con la espeluznante montaña rusa, de más de 75 toneladas de peso y que daba vértigo solo con mirarla desde abajo. Pese a su amenazadora figura, era casi imposible no sentirse atraído por ella. Tras aguardar largas colas que daban la oportunidad a los visitantes de arrepentirse de tan terrible decisión, se introducían en el cochecito que los llevaba lentamente, como sin querer a lo más alto, directos a un vertiginoso descenso a los infiernos donde la única salida que quedaba era gritar, como si eso sirviese para algo. Y eso varias veces durante un recorrido de medio kilómetro donde, al final, ya no había fuerzas para un alarido más. El martirio siempre terminaba con una risa nerviosa y la promesa de no volver a montarse nunca más en algo parecido. Una promesa que poco más tarde, recuperados ya del mal cuerpo que dejaba nada más bajar de ella, siempre se incumplía.
Una noria de altura
Y no nos olvidemos de la imponente noria, una de las más altas de España con sus 26 metros de largo, desde la que se obtenía una vista espectacular de una ciudad que aspiraba a no perder el tren de la modernidad pese a la crisis industrial que la atenazaba a finales de los 70. Una gigantesca rueda que obraba el milagro de reunir, por una vez y sin que sirviera de precedente, a toda la familia en una misma atracción. «Iba cuando tenía 13 años, con los amigos de la cuadrilla, nos encantaban la noria y la montaña rusa, pero nos volvíamos pronto a casa porque al estar en el monte hacía mucho frío», recuerda Juanjo, vecino de Deusto.
Lo mismo le sucedía a Javier, de Santutxu, pese a dejar impresionados a los amigos del pueblo cuando les llevó a jugar a Artxanda. Se pensaban que iban a una ladera a dar unos toques al balón y quedaron atónitos al ver semejante despliegue de diversión. «Les lleve cuando teníamos 18 años y aquello les pareció el paraíso. En aquella época fue un proyecto novedoso e ilusionante, pero al no haber tantos transportes como ahora, daba la sensación de que te estabas yendo muy lejos, era un lugar desangelado», recuerda con tristeza. Goyo fue con su mujer y su hijo de seis años a ver un concierto de Juan Pardo. «El chiquillo se aburrió, pero nosotros nos lo pasamos fenomenal. Eso sí, se te quedaba el culo frío, porque los asientos eran peldaños de hormigón», recuerda. Por el auditorio, con capacidad para 4.800 espectadores, pasaron los mejores cantantes y conjuntos musicales de la época. Allí actuaron desde Parchís, Miguel Bosé o Gloria Gaynor hasta Mecano o Alaska y los Pegamoides.
No resulta extraño que con todos esos alicientes el parque de atracciones, que tenía hasta su propio mini-zoo con gran variedad de animales y varias fuentes cibernéticas, se convirtiera en el escenario perfecto para celebrar fiestas de cumpleaños y otros eventos familiares cuyo recuerdo provoca emotivas punzadas en el corazón de los que fueron niños entonces. Es lo que le sucede a Ima cada vez que mira las fotos de su comunión. El 26 de junio de 1975 se quedará para siempre en su memoria: disfrutó como no lo había hecho nunca. Tomó la eucaristía junto a su hermano, en la Iglesia del Karmelo, en Santutxu, y subió rápidamente con su familia y amigos a celebrar el banquete en la cafetería del recinto ferial. «Mientras los mayores se quedaron tomando café, los pequeños nos divertimos en los autos de choque y las camas elásticas, fue un día inolvidable». Así que le cogió el gustillo a las barracas de Artxanda y ya no se bajó. «Volví varias veces con las amigas del colegio en autobús o andando por monte Avril», relata con añoranza. La misma con la que muchos vizcaínos mirarán en vano la cumbre bilbaína en busca de unas pirámides que seguirán de pie para siempre en la memoria de los que un día las vieron de niños.
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