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El tren de mercancías cayó a la calle, rompió la pasarela que comunicaba la estación de Abando con el Hotel Términus y afectó a las cristaleras del establecimiento hostelero.
Cuando Abando fue Montparnasse

Cuando Abando fue Montparnasse

La estación bilbaína registró dos accidentes como el icónico mundial de la terminal parisina

Mikel Iturralde

Domingo, 6 de julio 2014, 20:15

Dos siglos de historia ferroviaria dan para mucho. Historiadores, novelistas y escritores han narrado a lo largo de este tiempo todo tipo de relatos -costumbristas, paisajísticos, históricos, cómicos, épicos y trágicos- con más o menos éxito, pero que han dejado un poso en millones de lectores. El mundo ferroviario tiene un gran atractivo. El cine ha contribuido de forma notable a extender y popularizar esos contenidos que previamente ocuparon las imprentas de todo el mundo. Y, de vez en cuando, una de esas obras acaba convirtiéndose en icono planetario.

Resulta muy curioso que uno de los accidentes más espectaculares que registró una estación ferroviaria acabara siendo una imagen totémica. Y más sorprendente parece aún que esa ilustración se haya elegido como grabado decorativo de tazas, carteles, camisetas y la portada del disco 'Lean into it' , de Mr. Big. La cuestión es mucho más rocambolesca. Las fotografías del accidente se atribuyen a Henri Roger Viollet, conocido por su original visión del París de la época y que años más tarde ganaría todavía más popularidad cuando su hija fundó la agencia Roger Viollet. Precisamente, la instantánea más famosa no fue captada en realidad por el fotógrafo francés. Nunca se supo quién fue el autor de la imagen, pero medio mundo aún le sigue atribuyendo la autoría.

¿Cómo fue el accidente en la estación de Montparnasse? El incidente que acabó por inmortalizar Viollet - y su desconocido 'partenaire'- se produjo el 22 de octubre de 1895 en el segundo edificio de la terminal parisina -el primero fue construido en 1840 y recogía los trenes de la Compañía de Ferrocarriles del Oeste-, obra del arquitecto Victor S. Lenoir y el ingeniero Eugène Flachat. El aparatoso accidente fue protagonizado por el expreso Granville-Paris. Cuando el convoy llegaba a la terminal, los frenos fallaron y no actuaron sobre la locomotora, que, tras atravesar una pared, se precipitó al vacío por un desnivel de diez metros de altura y se estrelló contra los adoquines de la plaza Rennes. Ninguno de los pasajeros que viajaban en el tren sufrió daños graves. El maquinista y el fogonero también lograron sobrevivir, al saltar de la máquina antes de que ésta cayera. La suerte fue esquiva, sin embargo, con una vendedora que despachaba periódicos en el kiosco sobre el que cayeron decenas de toneladas de acero y hierro.

Sin tanta repercusión mediática, la estación bilbaína de Abando sufrió dos percances similares separados por treinta años, en 1896 y en 1927. Ambos sucesos también fueron inmortalizados por las cámaras fotográficas, aunque las instantáneas no han superado el paso de los años con la calidad de las imágenes parisinas. Y tampoco han servido como culto iconográfico. Pero la estampa recuerda con nitidez lo sucedido en Montparnasse.

La terminal de Abando de aquellos años, aunque emplazada en el mismo lugar que la actual, tenía la playa de vías a escasos metros de la pared que daba a la calle que hoy conocemos como Particular de Renfe, frente al Hotel Términus (el edificio lo ocupa ahora la Oficina de Turismo de Bilbao y antes fue sede de la BBK y la Caja de Ahorros Vizcaína). Más o menos, la disposición de vías, paredes y altura sobre la calle eran similares a la de su homóloga de Montparnasse. ¿Pura coincidencia o diseño adoptado?

Los accidentes registrados en Bilbao se produjeron en una zona céntrica y transitada, justo enfrente del edificio de uno de los hospedajes señoriales de aquel momento y a escasa distancia de otro de los establecimientos distintivos de la capital vizcaína, los hoteles Términus y Excelsior (el inmueble es hoy sede de las Juntas Generales en Bilbao), respectivamente.

Zona de trasiego

El afamado arquitecto Severino Achúcarro levantó el Términus a la altura de los inmuebles europeos, bien integrado en el entorno y sin escatimar en calidad. El resultado satisfizo de forma notable a los patricios de la villa, y los elogios hacia el bloque financiado por el abogado balmasedano Pedro Echeverría Goiri se hicieron notar desde la inauguración del establecimiento, que aspiraba a convertirse en un destino exclusivo de la ciudad. Confort refinado e innegable lujo fueron cartas de presentación para el primer gran hotel que se construía en Bilbao, y a cuya inauguración en 1893 no pudo asistir su promotor, fallecido poco antes de la apertura. Su viuda recogió los parabienes y elogios de la sociedad bilbaína, que los periódicos locales registraron con minuciosidad. «Sin género alguno de duda, es un hotel digno de la importancia, de la cultura y del incesante progreso de Bilbao, no sólo por su situación, por su suntuosidad y su refinado confort, sino también por sus comodidades de todo género». 'El Noticiero Bilbaíno' se vanagloriaba del esmero de un establecimiento que disponía para sus clientes de 102 habitaciones, algunas de ellas dotadas de muebles de palosanto del ebanista Manuel Lapeyra, fundador de la Casa Mapey. «Las suites del primer y segundo piso son tan cómodas y espaciosas que con dificultad podrán encontrarse mejores en parte alguna. El sibarita más refinado y el viajero más antojadizo nada tendrán que objetar», remata 'El Nervión'.

El Términus nunca llegó a cumplir con las expectativas, quizá demasiado ambiciosas. A la escasa demanda -los viajeros que llegaban a la capital elegían establecimientos menos lujosos y más baratos- se unió la fatalidad. Tres años después de su construcción, la elegante pasarela que conectaba el edificio con la estación del Norte -llamada así porque la terminal correspondía a la red de la Compañía de los Caminos de Hierro del Norte de los hermanos franceses Pereire- caía con estrépito al suelo, a escasos centímetros de las cristaleras, junto a un amasijo de hierro de un tren de mercancías que rompió el muro testero. Con el final del siglo, vino el declive y cierre del hotel. En enero de 1900 se instaló en el inmueble la Compañía de Seguros Aurora. El Crédito de la Unión Minera elegiría este emplazamiento para sus oficinas centrales y, tras su quiebra, la Caja de Ahorros Vizcaína.

El accidente que originó la crisis del Términus ocurrió la tarde del 29 de octubre de 1896, casi un año después que el histórico de la estación parisina. A primera hora de la tarde, un tren de transporte cargaba la última remesa de mineral en sus vagones, una operación casi rutinaria. El punto de abastecimiento se encontraba cerca de las minas de Ollargan. El mercancías debía trasladar la carga a las dependencias establecidas en la terminal bilbaína de Abando. La locomotora arrastraba su pesado flete con cadencia y a poca velocidad. A la altura del puente de Cantalojas, el maquinista notó que los frenos no funcionaban correctamente y, junto a su fogonero, trató de reducir la marcha maniobrando sobre las válvulas de la máquina para cortar el acceso al vapor. No había formar de parar el convoy, cuya velocidad aumentaba. La inclinación del terreno provocaba una mayor aceleración en la marcha del mercancías. El accidente parecía inevitable, pese a las repetidas maniobras de los ferroviarios.

En el andén número 1 de Norte, esperaba el tren de Orduña la llegada de viajeros, como cada día a la misma hora. Las manecillas del reloj marcaban las cinco de la tarde. En ese preciso instante, el mercancías que entraba descontrolado en Abando arremetió contra el tranvía. Los dos convoyes saltaron vías, topes y los muros laterales, y cayeron por un considerable desnivel a la calle, a los pies del Hotel Términus. Lo más increíble fue que no se produjeran víctimas, pese a tratarse de un lugar tan concurrido y a escasos metros de la plaza Circular.

Por los pelos

Más espectacular si cabe, o al menos con mayor repercusión, fue el accidente que tuvo lugar en la madrugada del 3 de agosto de 1927. «Siete vagones desenganchados de un tren de mercancías emprenden desde Dos Caminos vertiginosa carrera, llegan a la estación de Bilbao, saltan los topes de término y, abriendo un boquete en la fachada que da a la calle Particular, propiedad de la Compañía, se precipitan sobre ella estrepitosamente». El titular de 'El Pueblo Vasco', excesivamente largo para lo que es hoy habitual en un periódico, describe con detalle el suceso que sacudió la villa, aunque por fortuna sin víctimas. El diario precisaba este detalle para aliviarse de que la hora en la que ocurrió el incidente evitó una «verdadera catástrofe»

A las cuatro de la madrugada, salió de la estación del Norte, con dirección a Miranda, el tren de mercancías número 1.804, formado por 33 unidades y arrastrado por la máquina 4.703, que conducían el maquinista Pascual Gárate y el fogonero Félix de Arbaiza. El resto del personal lo constituían el conductor, Ramón Martínez, y los mozos Tomás Santa María, Arturo Barona y Rufo Osbar, todos pertenecientes a la plantilla de Miranda. El tren llegó sin novedad a Dos Caminos. Seguidamente, dio allí comienzo una maniobra para incorporar al convoy algunas unidades más. Por necesidades de la operación, se partió el convoy en tres, dejando a la cola siete unidades. Tres eran cisternas cargadas con 60.000 kilos de creosota; dos, cerrados, con 40 toneladas de tubos de gres y cemento en sacos; y los dos restantes, vacíos. «De pronto, bien porque quedaran con el freno abierto o porque fueran impulsados por algún topetazo, los siete vagones comenzaron a deslizarse por los raíles y, favorecidos por la pendiente, llegaron a adquirir enseguida extraordinaria velocidad, ante el estupor de los ferroviarios de Dos Caminos, que luego se reprodujo entre los de Bilbao, al encontrarse en marcha vertiginosa con inopinada formación», explica el diario bilbaíno.

El relato prosigue y da cuenta de los esfuerzos por detener la composición. No hubo manera. Las unidades 'volaban' hacia Bilbao pese a los esfuerzos realizados por el personal de la vía, escasos a esas horas. Se quiso lanzar el convoy hacia una vía muerta, por medio del cambio de una de las agujas; pero éstas, «como es sabido, se cierran de noche con candado y la operación se dificulta notablemente». Los vagones entraron por la vía de llegada de los trenes descendentes de viajeros y pasaron a lo largo del andén como una exhalación. Al chocar contra el muro remate de la vía, rebotaron sobre él, atravesaron el pequeño andén transversal y, «al encontrase con la recia pared que cierra la estación, en sitio coincidente con uno de los ventanales, lo arrollaron todo y, abriendo una brecha enorme, se precipitaron en el aire y cayeron pesadamente sobre la calle Particular». En el reloj de la estación, las agujas marcaban las cinco de la mañana. El mismo peso de los vagones, que estaban cargados, «mató el impulso de los mismos al quedar en el vacío, siendo su caída a plomo. Algún vagón llegó hasta el edificio de la caja de ahorros, causando en él escasos daños materiales por haberse mitigado el golpe al rodar unos coches sobre otros. Los dos furgones vacíos quedaron materialmente hechos astillas».

El historiador Imanol Villa, colaborador de este periódico, también recogió hace unos años el suceso. Según su relato, «la creosota se desparramó por los suelos y el ambiente se inundó de un olor extraño, muy desagradable. El boquete en la pared de la estación completaba la escena. Algo real e indiscutible. Por fortuna no hubo víctimas. Sí, en cambio, testigos, tal y como afirmó 'La Gaceta'. Tres trasnochadores que estaban de tertulia en la Plaza Circular salieron cada cual por su sitio, como alocados ante la magnitud de la catástrofe que suponían que había ocurrido. Las investigaciones comenzaron en cuanto se tuvo noticia del accidente. Era necesario depurar responsabilidades».

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