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Pablo Martínez Zarracina
Lunes, 30 de junio 2014, 00:54
Hubo un tiempo en el que el horario de cierre de los bares era un problema de orden público. Hacía falta antidisturbios para sacar a la gente de los garitos. Hoy, sin embargo, entran los antidisturbios en un bar a ciertas horas y solo encuentran allí a un camarero medio dormido que se lleva el susto del siglo. El hombre no está acostumbrado a que haya de pronto tanta gente en el local. Insisten los hosteleros en que el panorama de la noche bilbaína es desolador. No les contradicen los noctámbulos que resisten por ahí. Todo el mundo parece estar de acuerdo en que la noche agoniza en una ciudad que tuvo en tiempos fama por sus locales de copas. También por la afición del censo al golferío. Nos cuentan los amigos veteranos que en los años ochenta ni siquiera hacia falta organizarse mucho para salir de noche. Tú te llegabas a las zonas de bares y allí ya te ibas encontrando con todo el mundo.
Sin embargo ahora tú sales entre semana, un miércoles, un jueves, hasta un viernes, y en lugar de encontrarte con la gente, te encuentras con las persianas. Es algo que los aborígenes tenemos asumido, pero que no deja de sorprender a los visitantes. Que levante la mano quien no haya sido abordado de noche por algún grupo de turistas que buscaba un lugar donde tomar copas. Y quien no haya terminado encogiéndose de hombros y dirigiendo a esa pobre gente hacia alguna remota posibilidad de diversión: "Pues quizás si os cogéis un taxi y vais en aquella dirección encontraréis un sitio que estaba bien y solía cerrar tarde".
Estamos mandando turistas a lugares tan complicados e improbables que muchos deben de terminar desaparecidos en el espacio-tiempo. Habrá por ahí algún agujero negro voraz y complicado: el Triángulo de los Cubatas. Ojalá tengan barra libre. Debería encargarse Iker Jiménez de los pobres turistas que pusimos un día rumbo a la diversión. Y de paso podría intentar averiguar los motivos por los que la noche bilbaína se ha transformado en un desierto. Hay quien habla de las trabas que pone la Administración a los negocios de hostelería. Y quien reprocha a los hosteleros su falta de iniciativa. Hay quien habla de la crisis y los precios de las copas. Y quien entiende que los tiempos nos van transformando en europeos que se recogen pronto y prefieren celebrarlo todo organizando fiestas en casa.
Tal vez ocurra todo a la vez. Porque no parece ninguno de esos argumentos suficiente para explicar por sí solo la desertización de la ciudad cuando oscurece. Visto con frialdad, es muy extraño que no haya en el área de influencia del Gran Bilbao las suficientes ganas de fiesta como para mantener animada alguna zona de bares y restaurantes, de pubs y discotecas, llegada por ejemplo la noche de los jueves. El problema es que tampoco se intuye qué hacer para arreglarlo. ¿Cómo se llenan los bares de gente? El asunto tiene su importancia, y no es solo económica. La vida nocturna funciona también como un motor espiritual de las ciudades, que recordemos son ciudades y no barrios residenciales de adosados.
Quizá la única respuesta posible tenga que ver con la determinación individual. Deberíamos empezar a salir con ambición. Una especie de gran pacto social por la noctambulia. Pero no sé si funcionará. Los jóvenes están en las lonjas y los adultos en casa viendo la tele muertos de miedo. Reconozco que yo ya tampoco salgo. Y muchas veces he pensado si no será ese el problema, si no será todo culpa mía. Porque yo antes llegaba el martes y me iba a tomar mis once o doce cervecitas. Imagínense los miércoles. Haciendo cálculos, en mi época buena he debido de pagarles la universidad a los hijos de un par de hosteleros de confianza. Y la verdad es que estoy orgulloso de esos chavales que ahora mismo estarán formándose en Oxford, Harvard y el MIT, futuros arquitectos, ingenieros, neurocirujanos que nunca entendieron por qué había una foto mía enmarcada en la casa de sus padres.
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