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Fotografía histórica de jóvenes haciendo el saludo nazi en Vitoria, durante la contienda civil.
La Guerra en el Casco Viejo de Vitoria: La banda del jabalí

La Guerra en el Casco Viejo de Vitoria: La banda del jabalí

Durante la Guerra Civil, los niños también hacían su particular contienda. Este es un relato extraordinario de un niño de aquellos que peleaba en la Cuchi y emulaba a los guerrilleros mayores

Francisco Góngora

Martes, 26 de abril 2016, 00:59

«Bueno, pues ahora que ya tenemos la banda organizada, podríamos declarar la guerra a los chicos de la otra calle». Así se expresaba en medio de un atento coro de chavales como él Pepín Muga, flamante sargento de las recién creadas Compañías del Águila Blanca y del Águila Negra.

Asi comienza el artículo Guerrilla entre cantones escrito por Pedro Daniel López Baez en el desaparecido diario Norte Exprés de Vitoria, un vespertino editado desde 1968 hasta su cierre en 1982. Decía Manuel Rivas que entre la hojarasca de un periódico «se encierran en ocasiones pequeñas joyas literarias» o pequeños relatos históricos que dicen más de una época que todas las monografías académicas. Este artículo recoge la vida de los niños en las calles del Casco Viejo de Vitoria durante la Guerra Civil. Cómo emulaban la vida de los mayores y por lo tanto también hacían su guerra.

Así describe el autor el ambiente bélico: «Era en 1937 y en nuestras mentes infantiles había calado hondo el espíritu de lucha que se vivía en aquellos tristes días. Los chavales, que estábamos más en la calle que en la escuela, ya que generalmente cuando comenzábamos un curso se suspendía a los pocos días para albergar tropas en las escuelas, pues eran utilizadas como cuarteles y hospitales, sabíamos mucho más de uniformes militares, desde el feldgrau que lucían los hieráticos soldados alemanes al kaki agarbanzado de las atezadas tropas africanas y de las armas y aviones de todo tipo los Fiat 32, Heinkel, Junkers y Savoias que de la regla de tres compuesta».

«Imbuídos como digo de este bélico ambiente, los chavalicos de la Cuchi anhelábamos también hacer algo sonado en lugar de jugar a canicas, hacer carreras de patines en aquellos bólidos de dos cojinetes y ya en la anochecida jugar al eleví, con su parte musical y todo, que creo recordar era así: «Al eleví cagando te ví, como era de noche no te conocí».

«Así que decididmos la creación de nuestras bizarras compañías de las Águilas, con la pretensión de cubrirnos de gloria en épicas batallas callejeras con los chicos de otros barrios. Al frente de la primera estaba Pepe Maturana, el de la eterna sonrisa, refugiado de guerra en Vitoria desde que comenzó la ofensiva que el Ejército Republicano lanzara sobre Villarreal de Álava, su pueblo, allá por San Andrés (30 de noviembre) de 1936.

«Pero, ¿qué es un ejército sin bandera? Nos dimos cuenta de que no contábamos con ella por lo que iniciamos la búsqueda. En la Estación del Norte dimos con una caravana de camionetas Fiat, que aún tenían en sus recovecos arena de los desiertos de Abisinia, y a las que soldados italianos de los bersaglieris cargaban de víveres y municiones con destino a los frentes de batalla. Una de ellas lucía en su parte delantera la enseña de su país y adquirirla nos costó muy poco. Y ponerla en un palo de escoba todavía menos».

Los tirachinas, a punto

«Para que la bandera pareciera más nuestra le pegamos con engrudo una cabeza de águila arrancada de cualquier revista y que disrazaba a la enseña de los Savoia, dándole así nos lo parecía, un toque más audaz y combativo. Con nuestros tirabeques o tirachinas a punto, nuestros bolsillos llenos de piedras a las que en nuestra jerga llamábamos toriles, hacíamos prácticas de tiro, generalmente de noche, en la plazuela del Obispado y en las traseras de la iglesia de San Vicente».

«Por cierto que en en la antedicha plazuela, el famoso caudillo infantil Jabalí tenía montado su particular poste de tormento en el más puro estilo comanche, para arrancar a sus prisioneros rostros pálidos los secretos para la más fácil conquista de Fort Cera Ancha o Fort Escovachas. ¡Allí sí que se vivían en toda grandeza los westerns que el domingo anterior habíamos asimilado en La Barraca, sin pestañear, mientras paladeábamos con fruición un «pastelito de coco a perra pequeñita» que con tanto estilo pregonaba el popular Parrapachá.

«El inefable Javier, el Jabalí, fue años más tarde a Rusia a luchar esta vez de verdad. El malogrado escritor vitoriano Ignacio Aldecoa lo cita en su novela Con el viento solano, para mí la preferida, pues aunque nunca la nombra, claramente se observa en varios de sus capítulos que añorándola se refiere a Vitoria. Pero esto es otra historia».

De la primera vecindad

«Cuando comprobamos que ya no quedaban en el barrio más latas que abollar a pedrada limpia ni perro ni gato que osara vagar por aquellos pagos, comprendimos que estábamos ya curtidos para la campaña. Y en consejo general celebrado en el portal de Nemesio Basterra demócratas incipientes a pesar de las circunstancias decidimos que también podríamos contar con artillería, la reina de las batallas, como se decía en aquel entonces».

«No recuedo dónde nos hicimos con un neumático de camión, que cortamos en tiras alargadas, pero con unos trozos de maderamen de andamio, amén de un puchero colorado con el culo lleno de agujeros montamos un tirabeque gigantesco, cuyo manillar aguzado se clavaba en el suelo. Una vez recolectada la munición de toriles para nuestra Bertha de bolsillo, con todo sigilo y precaución teniendo en cuenta que se trataba de un arma secreta nos dirigimos a la Plazuela del Obispado. Cerciorándonos de que no había moros en la costa, léase alguaciles en las proximidades, preparamos nuestro artefacto apuntando a las huertas colindantes con las traseras de la calle Correría».

«Efectuada la carga del puchero colorado con unos cinco o seis kilos de redondos toriles, tiramos del mismo como condenados unos cuantos chavales. Y bien tensadas las gomas, a la voz de ¡fuego!, que con emocionado acento y un cierto tartamudeo dió no sé quién, soltamos. ¿Todos a un tiempo? No lo creo porque el puchero librado repentinamente de la presión de nuestras cochinas manos describió una curva ascendente en ángulo de tiro de 180 grados, es decir que se fue hacia atrás, y soltando su pétrea carga se pasó sobre nuestras cabezas, peinando nuestras agitadas pelambreras, se estrelló toda ella con un endemoniado estrépito de cristales rotos contra uno de los ventanales del palacio episcopal».

«¡Cristo, la que allí se armó! Las vecinas de la Corre nos arengaban desde sus ventanucos, dos guardias municipales que sin duda iban al relevo al Retén situado en la calle Las Escuelas, se divisaban por el Cantón de la Soledad, a la altura de la Zapa. Los perros, hasta entonces escondidos dieron en aullar con todas sus fuerzas y cuatro o cinco viejas que todas vestidas de negro salían de algún rosario de San Vicente, nos llenaron de improperios con sus desdentadas bocas. Ante tal panorama, abandonando nuestro ingenio de guerra, clavado donde estaba, empredimos precipitada huida a nuestros lares.».

«No obstante, y sin desanimarnos por el percance sufrido, desechando por supuesto para nuestras futuras hazañas el arma de artillería, que consideramos que había que perfeccionar con más tiempo, como medida de precaución, dejamos transcurrir un tiempo prudencial hasta que se olvidase el eco del cañonazo. Por cierto, nadie pensó nunca que hubiéramos sido los de la segunda vecindad de la Cuchi los autores del desaguisado y sí los de la cuadrilla del Jabalí, que por ser algo mayores sonaban más que nosotros. Aclaremos que estos eran de la primera vecindad».

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