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Sergio Carracedo
Miércoles, 2 de marzo 2016, 16:20
Ruma era un joven valiente y solidario, que apoyaba las luchas de los más necesitados. Trabajaba de día y estudiaba de noche. Sacaba buenas notas y dibujaba con maestría. «Le encantaban la historia, la geografía, los fósiles y la tortilla de espinacas con mahonesa». Ayudaba a los chavales de su barrio, Errekaleor, donde era muy querido. Era aficionado a la montaña y al ajedrez.
Romualdo Barroso Chaparro fue uno de los 5 trabajadores que resultaron muertos por disparos de la Policía Armada, a la puerta de la iglesia de San Francisco, en Zaramaga, donde se celebraba una asamblea pacífica de trabajadores, que fue disuelta de forma violenta. Aquel trágico 3 de marzo de 1976 que tiñó de sangre las calles de Vitoria, Romualdo se encontraba en la reunión que se celebraba en la iglesia de Zaramaga. Hacia las 17.15, la policía inició el desalojo y lanzó gases lacrimógenos al interior del templo. Ante el pasillo de policías armados a las puertas, algunos congregados rompieron las ventanas y muchos optaron por salir por ellas. Tras salir por una de ellas, Ruma, como lo conocían los más cercanos, recibió un balazo en la nuca que le salió por la frente y le destrozó la cabeza.
En aquel momento, tenía solo 19 años recién cumplidos y unos grandes ojos verdes que su familia no ha podido olvidar a pesar de las cuatro décadas que han pasado. Su padre, que pidió justicia hasta su muerte en 2014, recordaba a su hermoso hijo, al que miraban las chicas al pasar y que pintaba como los ángeles, trabajaba de día en Agrator -fábrica de maquinaria agrícola-, estudiaba de noche y sacaba buenas notas; aquel joven que ayudaba a los niños de su barrio, Errekaleor, y que les enseñaba a nadar en el río cercano; aquel chaval al que le gustaba la montaña, el ajedrez y las espinacas con mahonesa, murió de un balazo de la Policía, «cuando estaba allí para luchar por mejorar la vida de los obreros», recalcaba su progenitor antes de su muerte a los 87 años.
Hoy tendría 59 años y probablemente sería un padre de familia. Pero ni su progenitor, ni su madre, ni sus hermanas, Blanca y Eva, le vieron hacerse un hombre. Y ese vacío abismal que dejó se ha transformado en una atmósfera de pena que se puede cortar con cuchillo y que llena cada rincón de la casa de los Barroso Chaparro. Sus fotos, sus sobresalientes dibujos, cuelgan de las paredes, y en un cajón se guarda la pequeña llave inglesa que llevaba en su llavero aquel maldito miércoles de ceniza de la Transición.
El mazazo para Faustina y para Romualdo, los padres del joven nacido en Brozas (1957) y crecido en Vitoria desde bien pequeño, fue tal que no han parado desde entonces de buscar justicia con intensidad. La misma con la que ahora siguen sus hermanas y la misma intensidad emocional con la que su padre recordó en vida, una y otra vez, el momento de ver la cabeza destrozada de su hijo en el hospital Santiago y el amargo trago de tener que decírselo a su mujer.
Del calor familiar de la vida de Romualdo se pasó, en unas horas, al traslado al hospital Santiago con un disparo de bala por el que fallecería a las once de la noche de ese mismo miércoles. En la toma de declaraciones, dos policías que reconocieron «conocer las muertes» y haber «identificado los cadáveres de los tres difuntos».
El informe de la autopsia de Romualdo Barroso Chaparro ratificó «los orificios causados por proyectil, y que esa fue «la causa de su muerte». Romualdo fue enterrado en el cementerio del Salvador.
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