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Francisco Góngora
Martes, 12 de enero 2016, 00:52
La novela El cura de Monleón de Pío Baroja es una oportunidad única de conocer la Vitoria anterior y coetánea a la II República desde un texto literario. El paisaje urbano, los edificios más emblemáticos, la atmósfera levítica de la ciudad, son retratados como solo un maestro, uno de los grandes de la literatura en castellano, como don Pío sabía hacerlo. Lo mejor es leer la novela entera y dejarse llevar por la fuerza de la narración pero voy a tratar de recuperar algunos párrafos que nos describen, en ocasiones como una guía turística, una ciudad que para nosotros se hace desconocida.
Baroja estuvo en Vitoria para conocer con detalle por dónde se movía su protagonista. Y la retrató como nadie lo ha hecho. Creo que es una de las mejores semblanzas que se han hecho de la Vitoria de los años veinte y treinta. Muy poco reconocida. El aura que le falta a la capital alavesa, según Bernardo Atxaga, se puede ver aquí de alguna manera. No había una ciudad con ese ambiente tan religioso donde las sotanas pesaban tanto. Es abrumador. Me he saltado algunas frases que considero de menor interés.
El Seminario
El Seminario era una gran incubadora de clérigos para el País Vasco. (Se refiere a los dos anteriores que hubo antes del que conocemos hoy en la calle Beato Tomás de Zumárraga, el palacio de Escoriaza-Esquível, llamado de Aguirre y el Conciliar, que existe convertido en viviendas frente a la catedral vieja. Baroja habla de tiempos anteriores a la inauguración del actual (1930) cuando su protagonista, Javier Olaran se preparaba como seminarista en Vitoria). Pretendía conservar e intensificar el espíritu católico de las provincias y quería ser un baluarte contra la indiferencia y la inmoralidad.
También había algunos seminaristas y curas que solían ir de tertulia a una tienda de comestibles de la calle Nueva.
Los días de invierno de Vitoria, muy fríos, con el cielo gris, apenas andaba gente por las calles. La primavera era más alegre. Al despertarse Javier por las mañanas y salir al balcón, por encima de unas tapias de piedra del jardín de enfrente veía grandes perales llenos de flores violetas. Por las mañanas, Javier, un tanto perezoso y a quien le costaba levantarse de la cama, oía el ir y venir de la asistenta vieja de la casa. Esta, invariablemente, solía cantar mientras hacía sus quehaceres una canción del globo de Milá (funambulista muerto en Vitoria en el siglo XIX cuando volaba en globo) mientras hacía con este estribillo.
Cuántas pollitas habrá, Habrá
Qué dirán a su papá, Papá
Papá, yo quiero subir
En el globo con Milá
La canción era un vals de murga con letra que quería ser maliciosa. También la asistenta solía cantar una polca antigua con esta letra.
La Pisqui, la peinadora
Con la excusa de peinar
Le das citas al velero
Y se van a pasear.
Se suben por el Campillo,
Se bajan por San Miguel,
Le dan la vuelta a la Florida,
de la Florida al café.
Esta canción le parecía a Javier una estampa del siglo XIX.
Por las mañanas, la tonadilla vulgar del globo de Milá era la preferida por la asistenta, y oyéndola se iba vistiendo, Javier.
Dentro de su chabacanería, este vals le era simpático. «Aquellas mañanas de primavera en Vitoria, con el cielo pálido y con un gran silencio, le deleitaban. Los pájaros trinaban y por encima de las tapias aparecían las flores de los árboles de distinto color, se oían los pasos de algunos madrugadores, las pisadas del caballo de un carro en el asfalto, las señoras que iban a misa con el rosario en la mano y los vejetes de aire místico envueltos en sus abrigos.
El aire grave y discreto de la urbe le agradaba a Javier. Tenía indudablemente Vitoria cierta vitola señorial: recordaba las ciudades castellanas y algo también los pueblos del centro de Francia.
Por las noches, Javier oía desde su cuarto el campaneo y el ruido de las trompetas en algún cuartel lejano. Muchas veces escuchaba a la vieja asistenta y a la tía Paula que discutían. La asistenta se caracterizaba porque cuando se acaloraba decía como exclamación:¡Oña!.
Los Compañeros
En el seminario la política dividía a los escolares. Había una gran cantidad de seminaristas vascongados de Vergara, Oñate, Durango, Elgóibar y de la costa, de Bermeo, Ondárroa, Guetaria y Fuenterrabía, y todos ellos o casi todos eran nacionalistas, partidarios de Sabino Arana.
En cambio, los grupos de la llanada de Vitoria no lo eran ni sentían entusiasmo por el vasquismo ni por el vascuence. Javier se inclinaba también al nacionalismo y al vasquismo, pero no sentía antipatía alguna por los castellanos. A pesar de ello, pensaba que no le gustaría vivir en países secos, de mucho sol y de poca frondosidad.
A los alaveses, los vascos que hablaban vascuence les llamaban en broma los babazorros, y a los de Bilbao, los alaveses les decían los chimbos y les cantaban esta copla.
Birica comen los de Bilbao; los de Vitoria, buena tajada de carne asada y de bacalao.
La birica es el bofe, que, sin duda, se consideraban como alimentación pobre y mísera.
Por entonces se dijo que de la Nunciatura de Madrid salió un documento político. En él se considraba el nacionalismo vasco como peligroso y subversivo. Se recomendaba a los superiores la vigilancia de los partidarios de tales ideas. Con este motivo, los alumnos castellanizantes y españolistas cantaban el trágala a los vasquistas o euzkadianos. Estos no daban su brazo a torcer.
Algunos de los estudiantes vascos del Seminario y del Instituto solían ir los días de fiesta a posadas de la calle Cuchillería, y después de comer cantaban a coro el Guernikako, Potagiarena de Vilinch, y los seminaristas de Vitoria el zortziko de La del pañuelo blanco. Se les unían pelotaris y jugadores del frontón.
En una de las posadas de la calle del Arca servía una chica de un caserío próximo al del abuelo materno de Javier. Esta chica quería dar la impresión de que en Vitoria vivía en un país extranjero, de extrañas y raras costumbres. Algunas veces, Javier iba a desayunar allí por la mañana. El fonducho solía estar a aquella hora con el suelo lleno de cáscaras de naranja, de colillas y de papeles; las mesas con pedazos de pan y los manteles y las servilletas con manchas violáceas del vino.
La chica decía con su acento guipuzcoano: Aquí gente muy rara viene. Después hablaba en vascuence y Javier le escuchaba con mucho gusto.
La plaza, la Florida y el Campillo
A Javier, muy aficionado a Vitoria le gustaba dar grandes paseos solo. Cruzaba con frecuencia la plaza. Su aspecto y su aire le agradaban. Era un lugar apacible y discreto. Daba la vuelta a los soportales. Había tiendas de instrumentos agrícolas, un óptico, Mendía -todavía abierta-, y un café, La Oñatiarra (actual Deportivo). Miraba hacia dentro de las tiendas profundas de ultramarinos. Debajo de los arcos, una mujer con un carrito vendía bollos, ensaimadas, bizcochos y caramelos a los chicos. Javier leía los nombres en las muestras de los comercios: Atauri, Atorrasagasti, Zubillaga, Junguitu. Le daba todo una impresión amable. En un rincón estaba el café de la Unión, con cierto aire del siglo XIX, y en una puerta un letrero muy vitoriano: «Luisa Zañartu. Se hacen vainicas».
Paseaban por los arcos viejos con la boina encasquetada y con cierto aire de hipocresía y de resignación y en el interior de las tiendas se veían muchos curas.
La arquitectura de la plaza, clásica y armónica, tenía sabor del siglo XVIII. Alrededor del quiosco del centro corría un banco con respaldo de hierro, un banco octogonal donde algunos vagos, muy pocos, solían descansar de no hacer nada.
Iba Javier con frecuencia a la Florida en primavera por las mañanas cuando no había aún gente. La Florida se mostraba como un jardín muy bello y muy apacible, con sus grandes árboles, con sus estanques y sus cisnes. Y también tenían sus encantos el paseo de la Senda, el Prado y el Camino del Mineral.
A la catedral nueva Javier no la miraba al pasar. Esta pretensión de hacer una iglesia gótica en pleno siglo XX, le parecía demasiado absurda.
A salir del seminario le gustaba recorrer las calles del pueblo antiguo, del Campillo; miraba los palacios y las viejas casonas de la calle de la Cuchillería, de la Pintorería, de la Correría, de la plaza del Mentirón y la del Machete.
En la Correría los comercios eran de comestibles, de telas y carnicerías. Muchas veces solía ver con desagrado en una tienda de esta calle a un carnicero partiendo con un hacha la cabeza cortada y ensangrentada de una ternera, que tenía un aire humano. En la Zapatería había ropas y calzados; en la Cuchillería, herrerías, latonerías y tiendas de hojalateros. En la Pintorería, zapatos y panaderos, y en la calle de Postas, mesones, posadas y establecimientos de bebidas y tabernas.
Sin duda, las principales calles de Vitoria hasta hacía un par de siglos eran únicamente las de la Colina el núcleo de estas era Villa Suso, luego llamado el Campillo. De Norte a Sur marchaban la Correría, La Zapatería y la Herrería, atravesadas de arriba abajo por cuatro cantones o callejas terminados en los portales de San Roque, San Pedro, Portal Oscuro y Portal de Aldabe. Por la parte oriental, la Cuchillería, la Pintorería y la calle Nueva, se veían cortadas en igual forma, y en sus extremos estaban los portales de San Ildefonso y el del Colegio. Había en su conjunto nueve cantones, el de Anorbín, el de las Carnicerías, de San Francisco Javier, de San Marcos, de San Roque, Santa Ana, Santa María, del Seminario y de la Soledad.
Entre las casonas antiguas aparecín algunos jardines cerrados, por encima de cuyas tapias se veían las copas de los árboles. Javier solía salir del Seminario y dar vueltas por las calles que le rodeaban; miraba con atención las casas antiguas, góticas, de la calle de la Correría, algunas de un magnífico carácter.
Este es un primer extracto de la obra de Pío Baroja en la que se retrata la Vitoria del primer tercio del siglo XX. En una próxima entrega ofreceré nuevos e interesantes pasajes de la obra del célebre escritor.
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