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Francisco Góngora
Martes, 22 de abril 2014, 11:08
Con motivo del centenario de la Primera Guerra Mundial, miles de documentos con detalles de las experiencias cotidianas del ejército británico se han puesto a disposición del público a través de internet. Los diarios ofrecen testimonios de la vida y la muerte en las trincheras y muchos de ellos fueron escritos a mano por los soldados en el frente de batalla. Se prevé que se publiquen más de un millón de páginas.
Sobre nuestra Guerra Civil, existen biografías, diarios y entrevistas que acercan los horrores de los combates y todo lo que ocurre antes y después. Sin duda tienen un valor excepcional cuando se viven en primera persona. La llamada ofensiva del Norte comenzó en territorio alavés y sus montes, Albertia, Maroto, Jarindo, Asensiomendi, Muru mendi, Gorbea, Oketa, se estremecieron con el ruido de las bombas y las historias de valor de los combatientes. En este caso he tomado el texto de José de Arteche (Azpeitia, 1906-San Sebastián, 1971), un voluntario requeté del tercio guipuzcoano de San Ignacio de Loyola que había sido secretario del Gipuzku Buru Batzar y un destacado militante del PNV guipuzcoano.
He escogido esta larga acción porque cuenta con todo tipo de detalle los duros combates por el Murumendi, en la muga entre Gipuzkoa y Álava, una posición crucial para el avance de la ofensiva de Mola. Arteche era escritor y se nota la cadencia y el suspense del relato. Aporta tantos detalles que el lector puede sentir el miedo, la incertidumbre, la angustia, y el dolor por el compañero muerto. En algunos comentarios se nota la ideología del bando, pero en la dureza del combate podría estar a un lado u otro de la trinchera. Además hace un homenaje a todos los muertos, los suyos y los otros, seres olvidados por la historia que murieron en ese monte mitad guipuzcoano, mitad alavés.
"Arechavaleta, 31 de marzo y 1 de Abril (1937)
Zoilo Barcaiztegui, buen amigo mío, compartió conmigo el colchón de paja su última noche. «Creo que mañana tendremos jaleo» le dije. El, en vena de confidencias, me contaba sus amores, su tema predilecto en la intimidad. Al poco nos dormimos. A eso de las dos, un enlace nos despertó con la orden de bajar enseguida a concentrarnos en Apozaga-Echeberri con todo el equipo.
Ya sármao el fregao sentenció Chel ribero, poniéndose muy serio. La orden, acogida con entusiasmo, fue cumplida en poco tiempo en medio de gran bullicio. En Apozaga-Echeberri el grueso de la compañía aparecía ya formado. En un cuarto del caserío, el Pater (cura), sentado en una cama, confesaba. Distribución de rancho frío; una lata de sardinas, pan, otra lata de mermelada. El capellán después de arengarnos, da a todos la absolución.
Ha llegado el día tan ansiado dice El día que todos ansiamos y en el que vamos a luchar contra los enemigos de Dios y los enemigos de la Patria.
En algunas mochilas asoman, misteriosamente botellas de coñac. Un vivo se acerca al capitán a pedirle permiso para no se qué asunto en Mondragón. «¡Pero hombre a quien se le ocurre!» le dicen todos, comentando regocijados la lógica negativa.
«El no lo tenía seguro» contestaba entre cínico e irresponsable «Cabía alguna posibilidad de que dijera que sí», añade. «¡A formar. Venga, a formar! se oye por centésima vez. Tú ¿en qué sección formas? Yo voy, a las órdenes del cabo Domecq oigo decir a mi lado.
En marcha. Bajamos a Arechavaleta; luego torcemos en dirección al pueblo de Uncella (Aramaio) bordeando un riachuelo a la vera de un camino que pasa junto a unos preciosos caseríos, silenciosos, abandonados. Marchamos casi corriendo porque amanece. En una bifurcación, la compañía se separa por secciones. La nuestra va por la derecha, hacia el monte Muru, por una pendiente empinada, descubierta. El enemigo rompe el fuego, primero en disparos sueltos, que pronto degeneran en nutrido tiroteo. Es raro que el barullo nuestro no los haya despertado antes. Pasamos la descubierta agazapados, arrastrándonos, hasta alcanzar un pinar donde jadeando, pierdo de vista a mis compañeros, mucho más jóvenes que yo. Unos camilleros bajan el primer soldado herido; va gimiendo tristemente. Por fin oigo las voces de los míos. Están resguardados en el pórtico de una pequeña ermita, al lado de un camino, en medio de un bosquecillo. Corro a guarecerme del fuego enemigo, que, al parecer dispara balas explosivas. Se las oye reventar en el aire; su estallido hiere los oídos. Nos tiran a placer, sobre todo desde un mogote muy cercano y dominante. Comienza a zumbar nuestra artillería. A los pocos disparos de ésta, el oficial nos manda avanzar en dirección al mogotillo. La orden se discute acaloradamente; casi todos la encuentran descabellada. Barcaiztegui es de los que con mayor ardor la defiende. (Barcaiztegui, tenía un valor suicida. Alguien le echó en cara hace tiempo sus simpatías por los nacionalistas vascos. «Tengo unas ganas de que llegue el día para demostrar de lo que somos capaces..¡Ya veremos quien va por delante!», solía decirme).
Se sienten los gritos de entusiasmo de la sección que a nuestra izquierda ha llegado en un alarde valeroso hasta cerca de los primeros caseríos de Uncella. Razón de más para que la orden se acate. Nos disponemos a salir. Los tres mas decididos, abren camino, pero apenas salidos, en cuestión de segundos los tres caen en medio de un horroroso tiroteo. Uno vuelve por su pie; a los otros dos es preciso traerlos a rastras, tirando de sus cuerpos, hasta el pequeño pórtico, único punto no batido. Estamos como en una ratonera. Tacolo el recio estudiante de medicina, hace frente a la situación con serenidad. Dos Barcaiztegui y Fiterillo están gravísimos; el otro, Lamuela, grave. Del más alto optimismo la gente desciende a la más honda depresión de ánimo. Hasta hay conatos de desmayo. Los manteles del altar de la ermita, limpísimos, por cierto, son hechos tiras para vendar a los heridos, que se lamentan retorciéndose de dolor. Se quejan de frío. Me falta valor para despedirme de Barcaiztegui. Un nudo me aprieta la garganta. Filetillo me abraza; tiene el color de la muerte. No hace mas que llamar a su madre: ¡Ay madre! Cuando subíamos, al verme jadear me animaba diciéndome ¡animo Joshé, que Dios te tiene que conservar a ti la vida».
Hacia las nueve llega a la ermita por el flanco derecho, arrastrándose, una sección de ametralladoras mandadas por un teniente andaluz entrado en años, sudoroso, los ojos desorbitados, espantados, y con un casco recubierto de tela parda. Está frenético; a cada momento prorrumpe: ¡Cabrones! ¡Hijos de...! ¡Tengo unas ganas de coger a un cura nacionalista y fusilarlo en la primera plaza...!. Tiene orden de emplazar sus ametralladoras en la ermita. Pero no trae ni un pico. Afortunadamente nosotros los tenemos. ¡Qué vamos a haserle, dice. Tendremos que destrosá la casa de Dió.
La ermita se halla dedicada a San Antonio de Padua. Retirada del altar la imagen, en un momento quedan abiertas tres troneras: una al fondo y dos a los costados. La ermitilla se convierte enseguida en un infierno; las ametralladoras retumban en el pequeño recinto con ruido ensordecedor. Perdemos la noción del tiempo transcurrido. Ninguno casi tiene reloj. Además, el día está nublado. Son las once y preguntamos: -Ya serán las cuatro ¿no?:» Y al mediodía: -Ya serán cerca las seis. parece un volcán en erupción; la artillería, y los aviones que se relevan sin reposo, descargan incesantemente sobre la cumbre.
Las ametralladoras de nuestra ermita no paran de tirar; a veces, en medio del fragor, algún sirviente pegando de firme hace recular las máquinas hasta el suelo con terrible estruendo. El viejo teniente no cesa de ordenar: «Batirme los parapetos, rafaguita corta, rafaguita corta, do, tre tiro nama. Do tre tiro. Rafaguita corta».
En salir un paso del pequeño atrio, ni pensar. Orinamos en latas vacías de conserva. Nos baten por todas partes. Un chico de Villafranca intenta salir apremiado, sin duda, por alguna necesidad. Apenas da dos pasos un tiro lo atraviesa. La bala le ha dado en la cartuchera posterior cuya munición prende en un nstante y sale por el vientre. Me han matao, me han matao- gime el desgraciado cayendo en brazos de Ch.. El paquete intestinal sale por el boquete destilando un excremento verdoso y Ch.. se lo sujeta en un movimiento rapidísimo al mismo tiempo que le dice con su acento navarro, entre rudo y cariñoso: ¿Qué te pasa, majo? Si sus quejáis de vicio. Que yo he visto heridas mucho más malas y esto no es nada.. Pero el pobre se muere a chorros. Es preciso sacarle a él, lo mismo que a los otros; no hay tiempo que perder. Tenemos dos camilleros, dos héroes que se prodigan, repitiendo milagrosamente, con la protección visible de Dios, entre un diluvio de balas, una misión casi imposible.
Dos hombres de bien cuyo recuerdo jamás olvidaré. ¡Qué dos héroes! En Asensiomendi los camilleros de la parte contraria trabajan también de gana; sus siluetas se recortan en el horizonte bajando por el lado resguardado del monte como dos puntos siempre a igual distancia el uno del otro y andando a idéntico y apresurado paso. Me impresiona verlos.
Oleadas de asaltantes suben gateando la ladera de Asensiomendi. Contamos una vez, dos, tres, cuatro, hasta cinco veces en la tarde interminable. Todos los cañones y la aviación se concentran sobre la cresta, que semeja vomitar materia ardiente. Un volcán debe ser algo parecido. La tarde se prolonga interminable. El fuego decrece por nuestro lado. Los combatientes de una y otra parte somos ya espectadores de la furiosa batalla que se libra en Asensiomendi. Desde el pequeño pórtico todos estamos mirando allí con angustia. Enfrente de nosotros ocurre probablemente igual. Todo depende de allí. Las sombras comienzan a espesarse. Ahora parece ser la decisiva. Vemos claramente cómo los defensores del monte reculan bajo el fuego horroroso, pero vuelven en seguida. Los atacantes han alcanzado la media ladera. Poco a poco, los fogonazos de las bombas de mano van acercándose, como por tramos, a la cumbre. La tensión es terrible. Por fin la última bomba estalla en la misma cresta. Ya es de noche. No se ha oído ningún grito de victoria. ¿Han tomado Asensio mendi? Nadie sabe damos razón. El mismo teniente duda.
Un silencio impresionante se extiende por todo el ámbito. Comienza a lloviznar. La oscuridad es completa; el silencio estremecedor. Nunca me ha parecido más imponente silencio alguno; sus acordes son el ruido, frío, de la llovizna cayendo blandamente sobre los árboles, y de tarde en tarde, rompiendo espacios solemnes, la explosión de alguna granada de mano. Entonces una luz lívida ilumina el pinar un instante. Ni siquiera hablamos; cuchicheamos. Emboscados detrás de las inquietantes siluetas de los árboles que rodean la ermita, montamos la guardia. Dentro se amontonan requetés y soldados en la oscuridad más completa. Con devoción profunda, rezamos bajito, por grupos, el Santo Rosario. Un capitán llega a la ermita. Es un poco viejo, un hombre que no sé decir por qué, me ha gustado siempre. Creo que se apellida Ochando. Parece algo sentimental. Se abraza al teniente diciéndole: «El día de hoy ha sido de emociones enormes. Pero para que usted vea que no les olvido, aquí vengo a abrazarle en cuanto he podido.» Por un instante su linterna ilumina la ermita, y al contemplar el abigarrado grupo acurrucado y silencio.
¡Pobres chicos!
La guardia observa bajo la lluvia fina e implacable. Estamos a muy poca distancia de las trincheras contrarias. No se ve casi nada. Todos los sentidos se nos vuelven oído.
A eso de las cuatro, un enlace del capitán viene con orden de que abandonemos la ermita para unimos a la compañía. Nos preparamos, contentísimos, en un santiamén. Una fila de muchachos marcha por el embarrado camino tanteando obstáculos en la oscuridad. ¡Pronto, pronto, antes que se haga claro! -nos decimos unos a otros por lo bajo. ¿De quién es este fusil? ¿De quién es este fusil? Ah, de éste. . .! Este es un pobre muchacho muerto que, brazos en cruz, cara a la lluvia, con la boca abierta como una caverna, obstruye el estrecho sendero. ¡Cuidado! No pisarle.
El camino está marcado a todo lo largo con una luz blanca. Aquí han pasado los Ingenieros. Al alba, después de mucho andar, llegamos donde se halla la compañía, bajo la loma inmediata a Asensiomendi por la derecha, en una somera trinchera improvisada en un repliegue de la pendiente. Los disparos explosivos nos destrozan los tímpanos. Acurrucados, intentamos descabezar un sueño. Los gritos desgarradores de los que se sienten heridos nos despiertan de cuando en cuando. Comienza a tirar la artillería; luego los aviones en formación escalonada. Un poco más tarde la orden de avanzar. Desplegamos hacia la izquierda en guerrilla, unas veces agazapados, otras a todo correr. Se oyen los gritos de júbilo de los primeros en alcanzar la cumbre de la loma:- ¡Viva España!.
Dos camilleros bajan un prisionero herido. Me acerco. «¡Matarme, matarme!» grita el desdichado Está herido en ambas piernas; intensamente pálido, destila por la boca una baba espesa, lechosa. En la cumbre hay un rojillo muerto. Tiene cara de minero; parece tener bastantes años. Me llama la atención su buen equipo. A cierta distancia hay otro muchacho, muerto también al parecer. Una fuerza extraña me lleva a su lado. No sé por qué me parece que aún vive. Está caído hacia atrás, el cuerpo completamente curvo, pero sin que las plantas de los pies hayan perdido contacto con el suelo, los ojos vueltos, totalmente blancos. Acercándome le pregunto, arrodillado, casi al oído: ¿Sabes rezar, muchacho? No contesta, insisto. A mi lado, de pie, se halla ahora un sargento de la compañía que me parece está aquí poco más o menos como yo. Junto con él rezo clara y lentamente, vertiendo al oído del presunto agónico el Padre nuestro, el Ave María, el Gloria. En el instante mismo en que terminamos el último amén, se dibuja en la cara del muchacho un gesto de entrega: su cabeza se rinde a un lado, ya roto el hilo vital. Me viene al momento el recuerdo de un detalle de una vieja lectura; creo tenerlo leído en un libro de Hugo Benson que el oído es el último sentido que muere. Seguramente no nos morimos tan pronto como creemos; los hombres muertos al parecer nos escuchan en ese espacio que separa la muerte aparente de la muerte real. Y probablemente en ese espacio de tiempo ocurre lo esencial. Este chico me ha debido de oír antes de expirar. La verdad es que siento adentro del alma una tranquilidad rara; me invade cierta extraña alegría.
Un soldado se acerca y registra el cadáver. Tiene seis reales. Me quedo con su carné del Socorro Rojo Internacional extendido a nombre de Dimas Gutiérrez, de Valmaseda, de diecinueve años de edad. Antes de alejarme le miro por última vez. Amigo mío que llevas el nombre del arrepentido de última hora le digo interiormente. Yo estoy seguro de que volveré a encontrarte. Tengo la seguridad de que algún día saldrás al encuentro de un amigo imprevisto cuya alma, a pesar de las apariencias, no tenía uniforme, y que se te acercó al final de un combate, en tu postrero minuto, a repetirte al oído las oraciones de tu niñez. Desde la loma conquistada se domina el espléndido valle de Aramayona. Recorro la posición recogiendo los periódicos, revistas y papeles tirados por todas partes. Hay también muchas tarjetas postales en blanco con membrete de la columna Meabe. Hojeo una revista anarquista muy bien presentada en cuyo texto priva la preocupación sexual y donde hay, entre otras, unas atrocidades contra la Santísima Virgen María, y consejos para la cura de la sífilis. Me llama la atención un periódico cenetista con un artículo que protesta de cierto intento de repetir otro abrazo de Vergara. Cerca de la cresta, que las bombas han llenado de profundos cráteres, un barracón de bastante confort ostenta señales inequívocas del paso reciente de mujeres. Esparcidos por el suelo, medias, jabones, zapatillas. Formamos para entrar en el pueblo de Uncella. Algunos obstinados nos tirotean aún desde la cumbre del Muru.
Los caseríos del pueblo estaban desalojados pero tan pronto como entramos, la gente, dando muestras de contento, vuelv apresuradamente para ver sus antiguas casas. Los contrarios han dejado en ellas muchos libros. En una plazoleta veo organizándose a toda prisa una quema de libros. Hay en el suelo un gran montón preparado para arder. Mientras lo husmeo, uno me dice a grandes voces al mismo tiempo que con inmenso desprecio tira al montón algunos ejemplares: -Mire que libros. ¡Julio Veme! ¡Julio Veme! ¡Julio Verne! ¡Qué libros. . .! Parece profundamente escandalizado. Con toda seguridad es el eufónico nombre del inocente autor francés el que suena nefando a sus oídos. ¡Julio Verne! Le tranquilizo ponderándole, con cierta timidez dada su gran indignación, la obra de autor tan amable para con la infancia, y consigo convencerle. He salvado al buenazo de Verne de la infamante pira.
Por el mismo camino de ayer bajamos a Arechavaleta. Con nosotros vuelve larga hilera de camilleros llevando rígidos cadáveres de brazos extendidos y balanceantes. Por el camino vamos sabiendo noticias. De nuestra sección murieron entre otros Barcaiztegui y «Fiterillo». También murió el Comandante del Tercio. Barcaiztegui ni siquiera llegó vivo al hospital; se estremeció en el momento de llegar a las primeras casas.
A la entrada del pueblo me aguarda Carmen, joven bilbaína a quien la guerra cogió en Burgos, la misma de quien Barcaiztegui me hablaba su última noche. Tiene los ojos enrojecidos de llorar. Ayer por la tarde se acercó, llevada por el presentimiento, al paso inacabable de las camillas. Vió que en una asomaban un par de pulcras polainas blancas. Los camilleros depositaron la camilla en el suelo. Ella se acercó. ¿Sería él? Aquellas polainas. .. Los camilleros tenían. Piadosamente cubierto el rostro del muerto con la manta. Ella lo destapó. Efectivamente, era Barcaiztegui. Parecía dormir. Mientras en la casa donde ella vive, Panchica, (otra víctima de la guerra, madre de cuatro hijos, viuda de un obrero solidario vasco fusilado por los nacionales), nos prepara caritativa de cenar a un pequeño grupo de amigos, Carmen quiere a todo trance Sonsacarme cuanto Barcaiztegui me decía de ella anteanoche. ¡Que pena me da!."
Por parte gubernamental sabemos que Segundo Olazagoitia, Gerardo Ruiz de la Cuesta, Patxi Gordo o Víctor Bolinaga, son cuatro de los más de 200 muertos que registraron las tropas del Ejército vasco defendiendo las posiciones del monte Murugain, Unzilla y la cadena de montes colindantes que cierra el valle de Aramaio entre el otoño de 1936 y la primavera de 1937. De esa gente anónima nunca se ha hablado en los libros de historia.
Juan Ramón Garai y Nekane Arrazola, de la asociación Intxorta 1937 han editado un interesante relato de todos estos hombres olvidados del Murugain y el recuerdo del relato de los excombatientes del batallón Dragones-formado por socialistas mayoritariamente guipuzcoanos y algún vitoriano- como Santiago del Valle "Txingolo", José María Arriaran "Txispas" y Guillermo Lasagabaster "Mala Letxe". Ellos sobrevivieron y pudieron contar el horror de la guerra, como José de Arteche en el otro lado..
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